4 de mayo de 2018

El final de una tragedia.

Viví con escolta más de treinta años y nunca fui libre del todo. Hubo años en los que la seguridad fue doble, cuando se la pusieron a mi esposa después del asesinato del juez Lidón y de que su nombre apareciera en los papeles de ‘Susper’. Viví la muerte muy cerca. Un día la Ertzaintza me llamó para contarme que un comando detenido confesó haber intentado matarme en una celebración navideña en una sociedad gastronómica de San Sebastián. Asistí a más de trescientos funerales. Conviví con cientos de familias rotas por el dolor. Mataron a muchos amigos del alma. Mi hijo se llama Enrique porque nació a los pocos meses de que asesinaran a Enrique Casas... ¿Qué más puedo contar?

No soy valiente y sin embargo nunca tuve miedo. Ese escenario formaba parte de mi vida, de mis circunstancias, de mi lucha... y lo acepté como natural, aunque fuera lo más antinatural del mundo. Siempre me consideré víctima y sin embargo nunca formé parte de ellas. Pensaba que ese sentimiento no debía condicionar la búsqueda de la paz, ni correspondía a un dirigente político. Y sin embargo, siempre pensé que la sociedad vasca fue injusta con ellas. Sí, fuimos los vascos quienes estigmatizábamos y difamábamos a las víctimas después de muertas. Las dejábamos solas.

Creí que esto no acabaría nunca. En los primeros años del nuevo siglo, cuando ETA mataba a los dirigentes del PSOE y del PP, después de la tregua de Lizarra, con el PNV en el lado equivocado de esta lucha, pensé que el final se alejaba. Pero en 2011 todo acabó. Aquel 20 de octubre, minutos antes de un debate electoral con Alfonso Alonso y Emilio Olabarria, en el Hotel Gasteiz de Vitoria, recibimos la noticia: ETA anunciaba el cese definitivo de su violencia. Suspendimos el debate y brindamos juntos. Nunca olvidaré aquel día. Todos mis recuerdos de la tragedia quedaron suspendidos por una victoria tan aplastante, por una conquista tan heroica: la PAZ, al fin. Y para siempre.
 
Publicado en El Correo, 4/05/2018