3 de octubre de 2017

La izquierda, en su laberinto.

 
Abundan los pronósticos catastrofistas sobre la izquierda socialdemócrata europea después del 21% logrado por del SPD en las elecciones de Alemania. Antes sufrimos la debacle socialista francesa y la de Holanda, donde somos el quinto partido. Son, sin duda, referentes muy importantes, pero coinciden con el éxito de los socialistas portugueses, gobernando con notables resultados económicos o con las expectativas electorales de J. Corbyn en Reino Unido y Renzi en Italia, sin olvidar los gobiernos con presencia de socialistas en Austria, Eslovaquia, Suecia, República Checa, Malta y Rumanía.

De manera que, primera observación, el socialismo democrático sigue muy vivo en Europa, donde, por cierto, representamos la segunda gran fuerza parlamentaria, con 190 diputados, a muy poca distancia de la primera, el PP europeo, con 216, y muy lejos de la tercera, los liberales, con 68.

En todo caso, los resultados alemanes llaman a la reflexión y lo que importa es diagnosticar las causas y encontrar las soluciones. Lo peor de las primeras, es decir de las razones de los malos resultados, es que las fugas son en todas direcciones y obedecen a causas heterogéneas, a veces antagónicas. Por ejemplo, las grandes coaliciones de gobierno con la derecha no son rentables. Gobernar junto a tu rival ideológico puede ser muy patriótico, pero te difumina. Casi todos los que nos piden que seamos «responsables» frente a la crisis institucional o exigencias de gobernabilidad votan a la derecha. Tampoco nos ayuda ser partidos ‘de toda la vida’. La tarea histórica que hemos desarrollado después de la Segunda Gran Guerra, creando la Unión Europea y el Estado de Bienestar, en democracias modernas de libertades y derechos, ha perdido empuje y capacidad vertebradora de las grandes masas sociales. Sucede también que la inmigración pone a prueba nuestros valores de solidaridad y dignidad humana y muchos votantes nos abandonan al sentir la competencia de quienes trabajan por menos o se llevan las ayudas sociales que antes les correspondían. No es casual que el 20% de los votos de la AFD alemana (ultraderecha) vienen del SPD. Igual que pasó con los votantes de Le Pen en Francia o con el ‘Brexit’.

Por último, los ciudadanos nos exigen una gestión eficiente de la economía, que asegure crecimiento y empleo. Desgraciadamente, no siempre es compatible hacerlo manteniendo el gasto social, y en esta dicotomía la derecha aparece demasiadas veces como más capaz y solvente. El centro sociológico electoral es enormemente sensible a votar al que gobierne ‘mejor’ la economía si esta crece, aunque sea a costa de ‘empeorar el trabajo’.

Son solo algunas de las razones de esta reflexión urgente. El telón de fondo son los cambios de nuestras sociedades del bienestar y las nuevas coordenadas de la globalización económica. Sobre los primeros, es decir, sobre la nueva composición social está influyendo decisivamente los efectos de la crisis económica de estos últimos diez años. Por una parte, se ha quebrado el paradigma del progreso. La idea de que la vida mejoraba en calidad, estabilidad, renta, derechos... hacia un horizonte de progreso ha sido sustituida por la incertidumbre, el temor y la precariedad, especialmente para las generaciones más jóvenes. Por otra, se ha producido un empobrecimiento evidente de salarios y rentas, de condiciones laborales, de acceso a la vivienda, de protección social pública. Los trabajadores y las clases medias están descontentos y esa censura la pagamos, más que nadie, los socialistas que gobernamos. Nacen así nuevos partidos en los extremos de la derecha y de la izquierda que fragmentan los parlamentos y hacen más compleja la gobernabilidad. España es uno de los ejemplos europeos con estas circunstancias, pero este problema se está extendiendo a otros muchos países de Europa.
 
A su vez, la globalización económica y la Unión Europea (sobre todo la económica-monetaria) han alterado el juego de la política social del siglo XX. El sueño socialdemócrata de una economía social y de mercado se construyó a lo largo de la segunda mitad del siglo pasado en el espacio del Estado-Nación, hasta alcanzar altas cotas de seguridad y protección en el empleo y en la vida. Pero la globalización y la competencia mundial han cambiado el juego, la baraja y hasta el tapete de esa dialéctica entre política, capital y sindicatos que construyó el pacto de bienestar. Nuestros votantes nos reclaman que sigamos esa lucha y nuestros deseos se dan de bruces con la competitividad, con los mercados, el dumping social y una globalización desgobernada. Si me apuran chocamos hasta con un mundo tecnológico desconocido que nos plantea retos de largo alcance sin que encontremos mesas de resolución en una supranacionalidad sin política.

Y sin embargo, las razones de la izquierda siguen ahí. Las aspiraciones a un mundo en el que la robótica y la inteligencia artificial permitan trabajar a todos, a que el trabajo sea digno, aquí y en Tegucigalpa, a que un sistema de protección social cubra a los trabajadores «desde la cuna hasta la tumba», como decía William Beveridge, y a que todo eso sea posible con libertades y en democracia, siguen siendo, entre otras metas, razones de una izquierda necesaria. El laberinto que busca salidas se complica, sin embargo, cuando descubrimos que muchas de las soluciones, además de innovadoras, deben ser supranacionales. Pero esa agenda progresista para gobernar la globalización está lejos de suscitar emociones. Quizás la pasión nacionalista que nos rodea sea precisamente consecuencia de nuestra incapacidad para llenar esos corazones de los grandes ideales de justicia social e igualdad de oportunidades.
 
Publicado en El Correo, 3/10/2017