29 de abril de 2015

El ‘caso Sojo’ frente a Europa.

Les ahorro los pormenores del caso. Ustedes conocen las vicisitudes de nuestro vecino bilbaíno en Rumanía, donde un negocio fracasado por razones que no vienen al caso se dio de bruces contra un Estado que le trató como un trapo. Sin la ayuda del Estado, sin acceso a la Justicia, sin abogados de quien fiarse, amenazado por poderes oscuros... Son casos que ocurren cuando un Estado no protege a sus ciudadanos y los derechos fundamentales brillan por su ausencia. A Ernesto Sojo le hundieron en Rumanía la corrupción y la ausencia de un sistema protector de los derechos individuales, especialmente el acceso a la Justicia, comúnmente llamado la tutela judicial efectiva. 

Me reuní con él minutos antes de que, junto a su abogado, compareciera ante la Comisión de Peticiones del Parlamento Europeo y lograran, con éxito, que los servicios jurídicos de la Cámara elaboren un informe jurídico previo a otras iniciativas que puedan adoptarse ante el Gobierno rumano o incluso quizás ante el propio Tribunal de Justicia Europeo. El caso sigue vivo, en gran parte por los esfuerzos del brillante alegato del abogado de Sojo y por la defensa entusiasta de varios diputados españoles, en particular de mis compañeros Carlos Iturgáiz e Izaskun Bilbao a lo largo de un apasionado debate en la Comisión. Lo cual no impide que reconozcamos que las posibilidades de que Ernesto Sojo reciba alguna compensación económica al desfalco sufrido en su aventura empresarial rumana son pocas y lejanas. 
Pero el caso suscita algunas reflexiones políticas de fondo. La primera es la enorme utilidad de una comisión parlamentaria como esta, que desgraciadamente no existe en la mayoría de los parlamentos nacionales. La vía abierta a que un ciudadano, o una reivindicación fundamentada, incluso una denuncia grave contra un Estado –como en este caso– pueda ser defendida ante los grupos políticos de una Cá- mara, suscite un debate reglado, obligue a la Comisión Europea a dar su punto de vista y exija al Parlamento una respuesta institucional, es un formidable instrumento de conexión con los ciudadanos y de legitimación de la tarea y la representación parlamentaria. 
El mismo día en que Sojo expuso su caso, un conjunto de asociaciones de consumidores españoles denunciaron las prácticas abusivas de los bancos españoles (cláusulas suelo, hipotecas, desahucios, etc.). Un debate de esta naturaleza, desgraciadamente, no ha sido posible todavía en el Parlamento español.
La segunda reflexión es la constatación de que la UE sigue siendo un espacio político muy heterogé- neo, en el que pueden producirse vulneraciones muy primarias en el marco de sus libertades y derechos fundamentales. Hemos sido y somos el faro civilizatorio del mundo en los últimos cinco siglos. Exigimos principios democráticos muy severos a los países que quieren adherirse a la Unión. Dichos principios han acabado configurando una especie de có- digo mínimo llamado Principios de Copenhague, que planteamos como requisito previo a la adhesión muchos países vecinos (así ocurre con Bosnia-Herzegovina, Macedonia o Turquía en la actualidad). Pero, en el interior de los 28 Estados miembros de la Unión se está produciendo un evidente y peligroso deterioro en la protección de los derechos individuales. A veces ese deterioro se produce en el seno de Estados con muy poca tradición democrática; es el caso de muchos países del Este en los que no ha habido democracia desde la Segunda Guerra Mundial hasta poco antes de su entrada en la UE. A veces es la consecuencia de una dificultosa construcción de las instituciones democráticas básicas en países pobres, cuyos recursos económicos no se dedican precisamente a la consolidación de estas instituciones. En otras ocasiones el deterioro se debe simplemente a la tentación autoritaria que anida en el rincón oscuro del poder. Lo cierto es que algunos países europeos tienen –quizás deba decir tenemos– todavía un largo recorrido de perfección democrática. 

Es más, un informe que estoy elaborando en el Parlamento sobre el cumplimiento de los derechos fundamentales en la Unión, pone de manifiesto que la UE está vulnerando, en demasiados casos y en demasiados lugares, derechos fundamentales de nuestro credo democrático: con los inmigrantes, con la libertad de expresión y de prensa, con la intimidad personal, en el acceso a la justicia, con las minorías, ya sean estas étnico-lingüísticas, raciales o religiosas... No pongo nombre a los países, pero estamos viendo todos los días estos hechos, agudizados, en el plano de las libertades, por las exigencias de la seguridad frente al terrorismo yihadista y en el plano social, como consecuencia de la devaluación sociolaboral y de recortes en las prestaciones sociales que nos ha impuesto la crisis. 
La tercera reflexión, por último, consiste en constatar la necesidad de impulsar el desarrollo de una sociedad civil organizada, pujante y exigente con los poderes públicos. Mucho de lo que vemos en las actuaciones policiales y políticas de estos últimos días y meses procede de una indignación ciudadana que se convierte en alarma social y en castigo político. Esta situación debe necesariamente mover las instituciones, desde gobiernos a medios de comunicación, desde jueces a partidos políticos, al autocontrol, al rigor, y a la severidad en el cumplimiento ético de nuestras responsabilidades.
Internet y las tecnologías de la comunicación están dotando a la sociedad y a sus organizaciones de instrumentos cada vez más poderosos para ejercer la crítica y el contrapeso a las vulneraciones de los derechos fundamentales, y esa dialéctica será muy beneficiosa para que nuestras democracias no se deslicen por inercias reaccionarias o autoritarias.

Publicado en El Correo, 29/04/2015

21 de abril de 2015

Un Ejército europeo.

Empecemos por el principio. ¿Hace falta un Ejército? Desgraciadamente, sí. El viejo dilema entre “mantequilla” y “cañones” no resiste la prueba de la realidad. Fuerzas militares europeas realizan misiones de mantenimiento de la paz, bajo mandato de Naciones Unidas, en más de 20 lugares del mundo donde hay conflictos enquistados. Trece militares españoles han muerto desde 2006 en la frontera entre Líbano e Israel en defensa de la paz. Es nuestra Armada y la de otros países europeos la que protege a los buques que llevan ayuda humanitaria a Somalia y a los pescadores europeos que faenan en esas aguas. Y la que ayudó a la población haitiana tras el terremoto de 2010. Hasta los izquierdistas griegos de Syriza se niegan a recortar su elevadísimo gasto militar (el tercero mayor de Europa en relación al PIB). Pero Rusia machaca impunemente a Ucrania y humilla a una Europa impotente, porque ni tenemos un Ejército europeo, ni estamos dispuestos a emplear tropas nacionales en un conflicto que a nosotros nos parece “lejano”. Y, sin embargo, no hay que descartar que tengamos que emplear fuerzas militares en el norte de África, sea para impedir que el Estado Islámico se haga con una base permanente, o para apoyar a un Gobierno de unidad nacional en Libia si la mediación de Naciones Unidas (dirigida por el español Bernardino León) tiene éxito.

Segunda pregunta: ¿tienen sentido los Ejércitos nacionales? En Europa, ninguno. Todas las operaciones de nuestras Fuerzas Armadas, desde hace dos décadas, se encuadran en misiones europeas o internacionales. Y nuestros intereses de seguridad están protegidos por esas alianzas. No es casual que la propuesta de Juncker de crear un Ejército europeo haya suscitado tanto debate. La idea es tan vieja como el proyecto europeo, pero choca con la “soberanía militar nacional” de los grandes (Reino Unido y Francia, principalmente). Y su implementación ha sido inviable por las frecuentes contradicciones de la política exterior de los Estados miembros, cuyas “culturas estratégicas” (percepciones de amenazas) no coinciden. Sin embargo, poderosas razones de economía, eficiencia y seguridad nos impulsan en esa dirección, que ofrece además una enorme sinergia integradora para el conjunto de la Unión. A falta de un demos europeo, que no logramos en tiempos de antagonismos internos y neonacionalismos, la idea de una Unión de Defensa europea (con el objetivo de un Ejército común al final del trayecto) puede ser hoy un motor federalizante, cuando la integración está atascada en otros terrenos. La razón es clara: la seguridad europea —seriamente amenazada por el noreste y por el sur— se impondrá en los próximos meses/años como una “causa de fuerza mayor”, que sacará al continente de su letargo estratégico.

No hace falta detenerse en los beneficios económicos y en la eficacia militar que se derivarían de la Unión de la Defensa. Se han estudiado hasta la saciedad. Propuestas en este terreno hay muchas y buenas. Pero para que tengan el apoyo de la opinión pública y de los Gobiernos hay que partir de los retos defensivos y de seguridad que afrontará Europa en los próximos meses/años.

“Francia está en guerra”, dijo el primer ministro francés Manuel Valls tras los atentados de París. ¿Lo está también Europa? Porque la amenaza terrorista es común. Baste recordar el 11-M de Madrid y el reciente asesinato de europeos en Túnez. Pero no solo. Ucrania es Europa, como España era Europa en los años treinta, previos a la II Guerra Mundial. Y nos guste o no, hemos entrado en un conflicto estratégico con Rusia, por el futuro de Ucrania y del espacio europeo entre la UE y la Federación Rusa. En el sur del Mediterráneo, el Estado Islámico está a punto de consolidar una base de operaciones en Libia, un país entre el caos y la guerra civil, a menos de 200 kilómetros de las costas italianas. En el primer caso, los europeos estamos en la fase de negación de la evidencia; en el segundo, mirando para otro lado, para ver si alguien se ocupa del problema.

Impedir esa deriva exige fortaleza política (unidad) y una fuerza militar autónoma creíble, en el marco de la OTAN. De lo contrario, las decisiones sobre la seguridad y la paz en Europa se tomarán en Washington y Moscú, como durante la Guerra Fría. Por eso, la UE debe comunitarizar urgentemente su política exterior y de seguridad (que incluye la Política Común de Seguridad y Defensa), como propone reiteradamente Javier Solana. Es decir, debe abandonar la intergubernamentalidad paralizante, que exige unanimidad y deja cualquier medida a expensas de un veto nacional de cualquiera de los Estados miembros. Y debe unificar sus Fuerzas Armadas.

Juncker ha lanzado la idea del ejército común. ¿Qué pasos se deberían seguir? He aquí nuestra propuesta:

1. Una Declaración Merkel-Hollande el 9 de mayo (65° aniversario de la Declaración Schumann) que empezara diciendo: “La paz en Europa no puede salvaguardarse sin esfuerzos equiparables a los peligros que la amenazan”.

2. La creación, en el marco de la cooperación permanente estructurada que permite el Tratado de Lisboa, de una Academia Militar conjunta, abierta a todos los países miembros interesados, para formar oficiales de un futuro Ejército europeo.

3. La creación de un Eurogrupo de Combate, integrado por los países dispuestos, con capacidad de despliegue inmediato para acudir a misiones urgentes, como ocurrió en Malí (a donde acudieron solo los franceses) o como puede ocurrir en Libia para defender un Gobierno de unidad si las gestiones de Naciones Unidas tienen éxito.

4. Comunitarizar la política de inmigración; de entrada, como cooperación reforzada de los países Schengen. Entrañaría una política de inmigración común integral (visados, asilo, refugiados, políticas de procesamiento e integración). Y un sistema de control y policía de fronteras unificados en las entradas calientes de la UE, empezando por España, Italia, Grecia y Portugal. Un paso que exigiría otro crucial para la seguridad: una Policía Federal Europea, con competencias para luchar contra el terrorismo, el crimen organizado y los delitos económicos a escala transnacional.

5. Avanzar en la integración de las fuerzas navales y de guardacostas de los países del sur de Europa (Italia y España, Portugal y Grecia), coordinando y realizando actuaciones conjuntas para el control de las aguas territoriales y el salvamento de inmigrantes en el Mediterráneo.

El siglo XX nos enseñó que en nuestro continente tanto la libertad como la seguridad son indivisibles. Si somos coherentes con nuestra historia y nuestros valores, para una Europa libre y unida, mejor un Ejército que veintiocho.

Ramón Jáuregui es eurodiputado socialista y Javier de la Puerta es profesor de Política Internacional para ISA (International Studies Abroad) en Sevilla.
El País, 20 Abril 2015.