20 de junio de 2011

La España de la próxima generación.

Hace unas semanas, y por intermediación de un buen amigo, asistí a una cena invitado por un grupo de jóvenes profesionales. La mayoría de ellos no pasaba de treinta años. Entre los comensales había emprendedores, abogados, ingenieros, profesores de universidad, funcionarios superiores de la Administración y también desempleados.

En total éramos doce, de ellos cuatro mujeres. Me explicaron que formaban un grupo heterogéneo ideológicamente, que procedían de diferentes lugares de la geografía nacional y que, a partir de un núcleo originario de cuatro personas, habían ido conformando un grupo cuyo principal nexo de unión era la necesidad que todos ellos experimentaban de encontrar foros en los que debatir sobre los problemas de España y tratar de hallar respuestas a sus múltiples inquietudes.

El tema elegido era muy parecido al que lleva por título este libro, La España de la próxima generación. Por esa razón me ha parecido oportuno tratar de reproducir en estas páginas algunos pasajes de lo que allí tratamos.

Yo sabía que no era la primera persona con responsabilidades a la que invitaban. Antes que yo, por esa mesa había pasado ya un alto directivo de una multinacional española, un dirigente sindical y una conocida diputada del Partido Popular. Su intención era completar esta peculiar ronda de invitaciones con representantes del mundo periodístico, del sistema financiero y del ámbito de las ONG.

La idea, desde el principio, me pareció interesante. La vida política del día a día, con su incesante cadena de reuniones, conferencias, comparecencias parlamentarias, ruedas de prensa, compromisos de Gobierno, actos de partido, etc., apenas dejan tiempo para la reflexión en profundidad. Me pareció una buena ocasión para escuchar de primera mano la voz de los jóvenes, sus preocupaciones, anhelos y críticas, y poder exponerles mi visión sobre la España del futuro.

Después de las habituales presentaciones y de los saludos de bienvenida, mis anfitriones entraron de lleno en la cuestión.

- ¿No cree – me preguntaron - que el futuro que se le presenta a esta generación es mucho peor que el que se le presentaba a los jóvenes de hace 20 ó 30 años?

Hay cosas que no se olvidan, les respondí. Y lo que era aquella España, la España de hace treinta años, es, para quienes tenemos edad de haberla vivido a fondo, una de ellas. Hace 30 años estábamos finalizando el proceso de transición política, acabábamos de dotarnos de una Constitución. Teníamos todavía un país por hacer en lo político, en lo económico y en lo social. Aún en 1980, España era un país de emigrantes que atravesaba una profunda crisis económica y al que el Banco Mundial consideraba como país receptor de Ayuda Oficial al Desarrollo.

En cierto modo, lo que nos animaba realmente a quienes entonces teníamos entre 25 y 35 años, era todo lo que España podía ser y aún no era. Un país próspero económicamente, con servicios sociales del primer mundo, infraestructuras decentes, más igualitario, con más derechos y una plena integración en la escena europea y en el ámbito internacional.

Lo que podía ser y aún no era, porque hay que recordar que, a comienzos de los ochenta, la situación económica era realmente negativa. El aparato productivo, sobre todo el industrial, estaba obsoleto. El sistema financiero aún padecía un alto nivel de intervención, una gran rigidez y un escaso nivel de competencia. Los tipos de interés se situaban entre los más altos de Europa y la inflación, a pesar de lo acordado en los Pactos de La Moncloa, se escribía con dos dígitos. El desempleo alcanzaba el 16 % y, como carecíamos de un sistema de protección social adecuado, los índices de desigualdad y pobreza eran muy elevados.

Por tanto, tampoco lo tuvimos fácil. Pese a que el sistema educativo había experimentado una tímida mejora en los años setenta, en 1978, un 25 % de los españoles eran analfabetos o no habían realizado ningún tipo de estudios. Sólo el 1,8 % de la población tenía estudios superiores. Son cifras que hoy nos parecen sorprendentes, muy alejadas de nuestra realidad. Pero así era. Por entonces, acceder a la formación universitaria no era sencillo y venía determinado las más de las veces por el nivel de renta.

Bueno, lo cierto es que en aquella época la renta familiar determinaba casi todo. ¿Cómo podía ser de otro modo si no había igualdad de oportunidades? Todo aquello es lo que los jóvenes de entonces quisimos cambiar. Quisimos no sólo vivir en una democracia moderna, sino también mejorar la economía y construir una sociedad que ofreciera oportunidades para todos. Los que en aquel tiempo nos lanzamos al ámbito público proveníamos del mundo sindical, de la oposición política al régimen franquista, del exilio e, incluso, de ámbitos moderados del propio régimen. Sabíamos de las dificultades de partida y éramos conscientes de los muchos obstáculos que encontraríamos, pero la confianza en que estábamos cambiando el futuro nos definía colectivamente. Había, si se me permite la metáfora, hambre de balón, una vocación global de transformar la realidad y de actuar.

Y lo hicimos. En lo político, vencimos las intentonas golpistas sin ceder a la amenaza terrorista. Consolidamos una democracia sólida y edificamos un modelo de Estado descentralizado bajo los principios de coordinación y solidaridad. Ingresamos en la Unión Europa primero, y en el euro después. Finalizamos un doloroso pero necesario proceso de reconversión que modernizó nuestra industria, internacionalizamos la economía, reformamos el mercado laboral para crear empleo, acogimos a millones de inmigrantes y pusimos en pie un Estado del Bienestar que no tiene nada que envidiar al de nuestros socios europeos. Además, universalizamos y ampliamos derechos, garantizamos la igualdad de oportunidades y promovimos en todo el territorio la equidad y la cohesión social. Y no puedo dejar de decir que gran parte de estas transformaciones han sido posibles gracias a la labor que ha realizado el PSOE, porque más de veinte de los treinta últimos y magníficos años de España han tenido gobiernos socialistas.

En definitiva, en estos 30 años hemos logrado una democracia estable, una economía desarrollada y una sociedad moderna y dinámica, en la que la renta familiar ya no condiciona las oportunidades vitales. El país que hoy tenemos es muy diferente al de hace 30 años.

Los retos de la crisis económica
¿Qué la crisis económica que hoy padecemos nos plantea retos enormes? Sin duda. ¿Qué el diagnóstico que hoy se haga de nuestro país no puede caer en complacencias? Seguro. Pero hay que ser conscientes del enorme paso que España ha dado en estos años y afrontar el futuro con suficiente confianza en nuestras capacidades como para alcanzar nuevos logros. Baste para ello recordar que en estos 30 años España ha pasado de tener una renta per capita de 6.500 dólares en 1980, a cerca de 30.000 en la actualidad. Este salto es espectacular. La experiencia del pasado nos tiene que animar en esta dirección.

Hemos sufrido una grave crisis que ha reducido la actividad, ha destruido empleo y ha agravado los desequilibrios estructurales que padecíamos. Tenemos tasas de desempleo juvenil elevadas y un índice de abandono escolar superior a la media europea. Pero también contamos con la generación de jóvenes mejor preparada de nuestra historia.

El porcentaje de personas entre 25 y 34 años con estudios superiores es de casi el 40 %, siete puntos superior a la media de la OCDE. Tenemos que ser capaces de dinamizar la economía para incrementar el nivel de empleo cualificado que dé respuesta a esta gran demanda, pero también hemos de reforzar las políticas de formación y capacitación profesional para ofrecer oportunidades a los jóvenes con menor nivel de cualificación, que son el colectivo más afectado por el desempleo.

El futuro de la nueva generación
 
Me preguntáis por el futuro que le espera a esta generación. Yo os digo que le espera un gran futuro si, como sociedad y como país, somos capaces de hacer el esfuerzo necesario que nos lleve a alcanzar nuevas cotas de desarrollo y de bienestar. No comparto los vaticinios que hablan de una generación perdida.

El futuro de esta generación, como el de la de hace 30 años no está escrito. En nuestras manos, en las vuestras, está el definirlo.

Entreví en las miradas de aquellos jóvenes una cierta comprensión, pero también la inquietud de quien se sabe expuesto a los rigores e incertidumbres de una crisis excepcionalmente grave.


- ¿Cómo hemos llegado a esto?, me preguntó uno de los jóvenes emprendedores.

- Se ha escrito mucho sobre las causas de la actual crisis. No quiero aburriros repitiendo cosas que ya sabéis, pero sí subrayar que muchos de los retos que hoy afrontamos en España y en Europa ya estaban ahí antes de las subprime, de Lehman Brothers o de los rescates financieros.

Antes de 2008 ya vivíamos en un mundo extremadamente complejo y cambiante. Experimentábamos una revolución científica y tecnológica cuyo alcance y potencial, ni entonces ni ahora, somos capaces de prever. Vivíamos ya con naturalidad los procesos de globalización productiva y comercial, incluso de globalización financiera, que tanto influyó en el veloz contagio de los problemas causados por los activos tóxicos estadounidenses. Ya entonces observábamos cómo las potencias emergentes estaban desplazando el centro de gravedad económico hacia el este y el sur del globo. Exactamente como lo vemos hoy.

Nuestros Estados de Bienestar estaban también sometidos a distintas presiones, en gran parte motivadas por el progresivo envejecimiento de las poblaciones occidentales. En definitiva, fenómenos como las migraciones masivas, el nuevo papel de la mujer, el proceso de individualización de los valores o el aumento de la diversidad étnica y cultural tampoco nacieron con la crisis, sino que llevan ya varios años dibujándose en el horizonte como los principales desafíos a los que dar respuesta desde la política.

La crisis ha generado dos efectos de gran importancia. En primer lugar, ha venido a mostrar los tremendos riesgos que corremos cuando se rompe el debido equilibrio entre política y mercados, cuando los poderes públicos no pueden o no quieren ejercer con responsabilidad y eficacia sus funciones de regulación y control sobre el sistema financiero y sobre los movimientos especulativos de capital. Tendrá que ser precisamente la recuperación de la política la que nos permita evitar que esta situación se vuelva a repetir y la que garantice que quienes la provocaron asuman sus responsabilidades.

La crisis ha desnudado las carencias y los desequilibrios que ya teníamos aquí en España, pero también los que tenía Europa, donde se ha comprobado que una Unión Monetaria sin verdadera Unión Económica no ofrece las suficientes garantías para capear con solvencia las turbulencias financieras que venimos padeciendo desde 2009.


- Pero en España la crisis nos ha afectado mucho más intensamente que a otros países europeos -terció otro de mis interlocutores. ¿Qué es lo que hemos hecho mal o especialmente mal?

En 2008, antes de que la crisis financiera y económica hiciera su aparición, la economía española gozaba de una aparente buena salud. Desde 1994, experimentábamos un crecimiento económico sostenido, con tasas anuales que llegaron a superar el 4 %, lo que aceleró el proceso de convergencia real con la Unión Europea. La Renta per capita en España en 2008 era del 105 % de la media de la UE-27, cuando en 1994 apenas superaba el 92 %, utilizando la misma referencia.

Durante este periodo alcanzamos también una importante estabilidad presupuestaria. En 2005, las cuentas de las Administraciones Públicas dieron superávit por primera vez en la historia, y en 2007 el saldo de la deuda pública se situó entre los más reducidos de la zona euro. El desempleo se redujo progresivamente, llegando a ser tan sólo del 8 % en 2007. Los buenos datos de afiliaciones permitían mantener saneada la Seguridad Social e ir dotando año tras año el Fondo de Reserva con los sucesivos superávit que se iban produciendo.

Pero éramos un ídolo con pies de barro. Tras este buen comportamiento subyacían desequilibrios muy importantes que, a la larga, e intensificados por los efectos de la crisis internacional, habrían de llevarnos a los problemas que hoy padecemos.

Habíamos asentado buena parte del crecimiento y el empleo en una burbuja inmobiliaria insostenible, que estuvo alimentada durante años por unos tipos de interés excepcionalmente reducidos en la zona euro y por una política de excesiva liberalización del suelo iniciada en 1998. Así, entre 1997 y 2005, los precios de la vivienda libre subieron un 150 % y los del suelo nada menos que un 500 %. Hubo años en que construimos más viviendas que Alemania, Francia e Italia juntas. Como consecuencia, la construcción residencial duplicó su peso en el PIB, pasando del 4,7 % en 1997 al 9,3 % en 2007. Una parte importante del empleo que creamos en esos años era consecuencia directa o indirecta del boom experimentado en este sector. Un empleo, mayoritariamente no cualificado y de carácter temporal, que además animó a muchos chicos al abandono escolar.

La orientación de la economía hacia el sector de la construcción se reflejó también en el aumento de la inversión inmobiliaria de empresas y familias – lo que generó un efecto desplazamiento respecto de otras actividades productivas- y en los ingentes volúmenes de financiación que recibieron de unas entidades de crédito, que, a su vez, tenían que pedir prestado en los mercados internacionales. Como resultado de este proceso, la deuda privada de empresas, hogares y entidades financieras creció desproporcionadamente.

Esta dependencia de financiación de mercados exteriores, junto con el aumento del consumo interno y la falta de competitividad de las exportaciones españolas, hizo que se disparara nuestro déficit por cuenta corriente, que llegó a superar el 10 % del PIB en 2009, uno de los más altos del mundo.

- O sea, que todo esto es por la burbuja inmobiliaria…

En buena medida sí, aunque también arrastrábamos otros desequilibrios que, por otro lado, también se vieron agudizados por ésta. Por ejemplo, la productividad por persona empleada en España lleva mucho tiempo siendo más reducida que la media europea. En los últimos 15 años, la evolución de nuestra productividad ha crecido una media del 0,6 % anual frente al 1,7 % de la Unión Europea y el 2,2 % de Estados Unidos.

Otro desequilibrio fundamental que tradicionalmente ha afectado a la economía española es el bajo nivel de inversión en investigación, desarrollo e innovación. A pesar de los esfuerzos realizados en los últimos años, el gasto interno en I+D sobre el PIB sólo es del 1,38 %, muy lejos del 2 % de la media de la UE. En materia de innovación, nuestro rendimiento está por debajo del potencial que tenemos. Según datos de la Comisión Europea de 2010, ocupamos el puesto 17 de la UE en términos absolutos. Ello explica el reducido porcentaje que representan los productos de alta tecnología en nuestras exportaciones, en torno al 5 % -cuando la media de la UE a 27 es del 16 %- o que la ratio de patentes por millón de habitantes en España sea también inferior a la media europea.

Eso por no hablar de nuestra dependencia de los combustibles fósiles, pese a los avances conseguidos con las renovables, de la necesidad de mejorar en educación, de liberalizar el sector servicios y de flexibilizar el mercado laboral.

En definitiva, es cierto que tras 15 años de crecimiento ininterrumpido conseguimos colocarnos entre las economías más avanzadas del mundo, reducir el desempleo por debajo de la media de la UE y aumentar el bienestar total y relativo del conjunto de la población. Sin embargo, los desequilibrios que arrastramos en este camino pueden hacernos ahora retroceder, incluso con mayor velocidad que con la que ascendimos. Por eso lo prioritario hoy, si queremos volver a la senda del crecimiento económico, y hacerlo además, sobre fundamentos más sólidos y sostenibles, es renovar las bases de nuestro modelo productivo.


- ¿Y eso no deberían haber empezado a hacerlo mucho antes, si tan bien estudiado lo tenían?,
 preguntó una profesora universitaria a la que había visto removerse inquieta durante toda la conversación.

-Empezamos a hacerlo, respondí. El nuestro fue siempre un programa reformista y algunas de las reformas destinadas a cambiar el modelo ya las pusimos en marcha antes de la crisis. Por ejemplo, la Ley de Suelo, con la que pretendimos limitar la especulación y desacelerar el crecimiento del sector, el Plan Ingenio 2010, que hizo posible el incremento en más de un 30 % de los recursos destinados a I+D, o el Plan de Energías Renovables, que aumentó considerablemente la participación de éstas en el mix energético.

Sin embargo, la virulencia de la crisis y la intensidad de sus efectos sobre los mercados financieros y de deuda hicieron que España tuviera que acelerar su programa de reformas estructurales, empezando, por supuesto, por las más urgentes, las imprescindibles para conseguir la estabilidad que nos permita recuperar un crecimiento inmediato y crear empleo. Pero sin olvidar las de más largo alcance, igualmente inaplazables, que son las que nos permitirán cambiar nuestra estrategia de crecimiento y ser plenamente competitivos a medio y largo plazo.

Entre las primeras, destaca por encima de todas, la estrategia de consolidación fiscal. Cumplir con nuestras obligaciones hasta llegar a un déficit del 3 % en 2013 y tender hacia un escenario de equilibrio en el futuro es esencial. Debemos insistir y profundizar en el esfuerzo que estamos haciendo todas las Administraciones públicas. Junto a ello, es necesario y urgente culminar el proceso de reestructuración del sistema financiero y finalizar la reforma del marco institucional del empleo. Estas reformas, junto con la modificación que ya realizamos del sistema de pensiones, suponen la única alternativa para propiciar un cambio positivo en la percepción de nuestra economía y un reforzamiento de la confianza de inversores internos y externos.

En cuanto a las reformas que necesitamos para corregir nuestra pauta de crecimiento, superar desequilibrios y encarar con ventajas el futuro en la escena global, creo que son cinco los elementos, todos ellos, fuertemente interrelacionados, que deben ayudarnos a pasar de una economía de la producción a una economía del conocimiento: diversificación, competitividad, internacionalización, capital humano y desarrollo empresarial.

Las apuestas económicas para el futuro.
 
Creo que era un investigador, aunque no lo especificó, quien intervino para solicitar más precisión sobre cuál debía ser la apuesta española para posicionarse con éxito en la economía del futuro.

En primer lugar, diversificar -dije. Tenemos que ampliar el rango de sectores en los que basar nuestro crecimiento. No se trata de reinventarnos por completo. Hay ámbitos de actividad que tienen hoy un peso importante en nuestra economía y que seguirán siendo fundamentales el día de mañana. El turismo, la producción de automóviles o la industria agroalimentaria son ejemplos de actividades en las que nuestro país puede y debe seguir siendo relevante. Por otra parte, el sector inmobiliario debe finalizar su ajuste, centrarse en la producción razonable que exija la demanda natural y centrarse en nuevas actividades más sostenibles como la rehabilitación de edificios o la regeneración urbana.

Pero, en paralelo, necesitamos impulsar el desarrollo de nuevos sectores que en la actualidad apenas aportan unos pocos puntos al PIB y al empleo global. Se trata de ramas de actividad que tienen un fuerte potencial de crecimiento, estimulan la innovación, aumentan la productividad y contribuyen a preservar el medio ambiente. Por ejemplo, me refiero a lo que la Comisión Europea denomina “tecnologías facilitadoras esenciales”, dentro de las que se incluyen la nanotecnología, la micro y nano electrónica, biotecnología industrial, fotónica, materiales avanzados y tecnologías avanzadas de fabricación. Aún no se sabe con qué rapidez crecerán a medio plazo los mercados de aplicaciones de estas tecnologías, pero según todos los expertos, los países que dominen el conocimiento básico sobre ellas estarán en posiciones muy aventajadas para dominar la producción mundial en las próximas décadas.

Otro ámbito con gran potencial de crecimiento es el de las denominadas “industrias creativas y culturales”, que se encuentran en la encrucijada entre el arte, la empresa y la tecnología. Constituyen uno de los sectores de más rápido crecimiento en la UE, generan empleo y son clave en las cadenas de valor mundiales.

Tenemos que aprovechar el talento y las capacidades que ya poseemos, descubrir nuevos espacios de mercado y optimizar los activos que, como la lengua, nos proporcionan ventajas en términos comparativos. No olvidemos que el español es la tercera lengua del mundo, la segunda en su uso en Internet, y también la segunda más enseñada como lengua extranjera. Este potencial tenemos que seguir reivindicándolo no sólo a través del Instituto Cervantes y sus 78 centros en todo el mundo, sino a través de nuestras empresas y nuestros académicos, intelectuales y artistas.

En esta nueva economía necesitamos también modernizar e impulsar nuestro tejido industrial, en la línea estratégica marcada por el Plan Integral de Política Industrial 2020, y desarrollar un sector servicios más dinámico y eficaz.

Pero sobre todo, más allá de cualquier clasificación que pueda hacerse entre sectores tradicionales y sectores de nuevo desarrollo, lo que tenemos que conseguir son empresas competitivas, tanto a nivel interno como externo. Competitividad que debe venir de la mano de la creación de valor en todas las fases de la cadena de producción de un bien o de prestación de un servicio: en el diseño, en la I+D, en la marca, en la distribución, en la gestión, etc

Necesitamos desarrollar en todo nuestro sistema económico una cultura de la innovación y promover constantemente la creación y aplicación de conocimiento en la actividad empresarial. Tenemos excelentes empresas, algunas muy innovadoras, en energías renovables, en ingeniería, en tecnologías relacionadas con el cuidado del medio ambiente, etc. Hay que extender su modelo. ¿Por qué no imaginar un futuro en el que España sea puntera en casi todos los sectores de alto valor tecnológico, en el que nuestro país sea polo de atracción de investigadores de todo el mundo o en el que las empresas multinacionales compitan por adquirir los derechos sobre patentes españolas en ámbitos como la biomedicina o la microelectrónica?

Me respondieron con otra pregunta: ¿Es posible hacerlo con tan baja productividad en el país?

Evidentemente -respondí- para ser plenamente competitivos tenemos también que mejorar nuestra productividad. Pero para eso son justamente la innovación, la creatividad, la aplicación de nuevas tecnologías y el desarrollo del capital humano los elementos clave que nos tienen que permitir mejorar la productividad, y hacerlo además sin destruir empleo. Porque hasta ahora en España la productividad del trabajo sólo ha crecido cuando el nivel de desempleo es más elevado, como en los periodos 1978 a 1984, 1992 a 1994 y 2008 a 2011, mientras que ha sido nula o negativa cuando la creación de empleo era mayor, como ha ocurrido en el período entre 1995 y 2008. Tal y como muestra la experiencia de otros países, es posible combinar ganancias netas de productividad y fuerte creación de empleo. Tenemos que lograrlo a medio plazo.

Toda ganancia de competitividad hará que nuestras exportaciones ganen protagonismo en los mercados internacionales, pero la ecuación también funciona a la inversa: cuanto más internacionalizadas estén nuestras empresas, mayores incentivos tendrán para innovar y ser competitivas.

Por eso, el tercer factor clave es la internacionalización. Las compañías españolas, especialmente las PYMES, tienen que ganar tamaño para salir fuera, tienen que articular estrategias de expansión internacional, buscar los mercados más adecuados para sus productos y participar en las cadenas internacionales de suministros y servicios aportando valor añadido de alta cualificación. Hay que superar la asignatura pendiente de la internacionalización de nuestras empresas de servicios, siguiendo el ejemplo de los servicios financieros. En esa tarea, los poderes públicos tenemos que seguir ayudándoles, poniendo a su disposición información, apoyo técnico y financiación suficiente para ampliar su presencia en los mercados exteriores.

También, sin duda, la clave del futuro nos la jugamos, en cuarto lugar, en la preparación y cualificación del capital humano. No desarrollaremos nuevos sectores, no seremos más productivos, no innovaremos, no crearemos empleo de calidad ni seremos más competitivos, si no contamos con una población formada para trabajar en esta nueva economía. Necesitamos profesionales cualificados para trabajar en la arena global, que sean capaces de incorporarse a equipos multidisciplinares, muchos de ellos internacionales, que apliquen el conocimiento al mundo real del trabajo y de la empresa, que tengan habilidades de comunicación, pensamiento creativo y visión de futuro.

La principal apuesta de los poderes públicos en la próxima década debe ser, por tanto la de la educación. Desde las primeras edades, en las que debe garantizarse la escolarización universal, incluso en el primer ciclo de educación infantil, hasta las titulaciones universitarias, con especial atención a la formación profesional y a las políticas de aprendizaje a lo largo de toda la vida. Adaptar las ofertas y contenidos educativos a las necesidades del mercado y de la nueva sociedad, mejorar la formación del profesorado, potenciar la excelencia en la educación universitaria y generalizar el aprendizaje de dos lenguas extranjeras son sólo algunos de los retos que tenemos por delante.

Debemos ser ambiciosos. Cuando en 2020 analicemos de nuevo nuestra educación, tiene que ser para vernos en la parte noble de los cuadros del Informe PISA, para encontrar a universidades españolas en los primeros puestos de los rankings internacionales y para descubrir que nuestros profesionales se sitúan entre los más cotizados por empresas de todo el mundo.

Finalmente, tenemos que ser capaces de desarrollar un tejido empresarial fuerte. Las PYMES españolas son, en general, menos competitivas que las empresas de mayor tamaño, lo que supone un desafío para el conjunto de la economía. Tienen que adecuar su tamaño para aprovechar economías de escala, invertir en I+D+i, internacionalizarse y crear empleo. Hay que aprovechar su mayor capacidad de adaptación para generar PYMES altamente especializadas y tecnificadas que sean, también, motor de innovación y crecimiento. Para ello, tenemos que potenciar el desarrollo de cluster y polos empresariales de vanguardia.

El modelo de Silicon Valley, que aquí sólo hemos empezado a seguir tímidamente en algunos lugares como el País Vasco, debe inspirarnos más. Hay que promover una cultura del “emprendimiento” y facilitar que las buenas ideas se conviertan en proyectos empresariales con alto potencial de crecimiento. Tenemos que facilitar que haya flujos de inversión suficientes para lograr este objetivo.

Además, las empresas, con independencia de su tamaño, tienen que ser conscientes de su papel en la sociedad y actuar con responsabilidad. Las empresas deben ejercer lo que algunos llaman “ciudadanía corporativa”. Deben asumir una cultura que tenga un diálogo sincero con clientes, empleados, accionistas, consumidores y todos los actores sociales con interés en la actividad empresarial. Hay que asegurar que la responsabilidad social de las empresas sitúa en el corazón mismo de la estrategia empresarial la sostenibilidad ambiental, social y económica. Esta cultura de la responsabilidad es cada vez menos una opción y cada vez más una condición de supervivencia.


El papel de España en un mundo globalizado.

Como hijos que son ya de un mundo globalizado, varios de mis contertulios mostraron sus dudas, razonabilísimas dudas, sobre el papel que puede corresponder a un solo país en estos empeños.

Lógicamente, coincidía con ellos. Es claro que nuestras reformas sólo podrán generar todos sus efectos si en paralelo se afrontan las medidas necesarias a nivel global y dentro de la Unión Europea.

El avance que supuso la concertación de políticas económicas llevada a cabo en las primeras cumbres del G20 no ha tenido la continuidad que cabría esperar. Una vez que los primeros acuerdos adoptados en Washington y Londres para sanear el sistema financiero, inyectar liquidez a la economía y expandir las políticas fiscales nacionales permitieron alejar los fantasmas de una profunda recesión, el nivel de concertación ha decaído notablemente. Muchas de las decisiones ya adoptadas no se están desarrollando convenientemente. La propuesta para imponer un impuesto a la banca ya no concita el apoyo mayoritario.

Todo ello no muestra sino la debilidad de la gobernanza económica internacional y la limitación que supone dejar buena parte del peso de la cooperación en entidades no institucionalizadas, como el G20. Por eso es necesario avanzar en el grado de institucionalización de las soluciones globales.

Hay que ser más ambiciosos, y para ello propuestas no faltan. Se ha hablado de constituir en el seno de la ONU un Consejo Mundial de Desarrollo Económico y Social, que sería el órgano encargado de la coordinación efectiva de la gobernanza global.

En el ámbito financiero se ha propuesto crear una moneda de reserva, imponer una tasa a las transacciones financieras internacionales, el ya citado impuesto universal a la banca o reformar el FMI para que gestione la moneda de reserva global o realice nuevas funciones en la regulación y supervisión de los mercados financieros internacionales. Estas me parecen tareas urgentes e imprescindibles para una agenda reformista internacional, que la izquierda de Europa y de otros países del mundo deberíamos inspirar y reivindicar.

Y por supuesto, más Europa. La crisis ha puesto de manifiesto que la Unión Monetaria sólo podrá pervivir, a corto plazo, si somos capaces de evitar las fuertes divergencias entre los Estados miembros. Pero a largo plazo necesitamos una Unión Política dotada de mecanismos fiscales que permitan acomodar shocks asimétricos que afecten a partes determinadas de la Unión Monetaria. Es decir, necesitaríamos un Presupuesto único para toda la zona euro. Sin embargo, en este camino hay estadios intermedios que no son en absoluto utópicos, como una mayor armonización de los sistemas tributarios, un Presupuesto Comunitario más ambicioso o una Agencia Europea de Deuda que pueda emitir eurobonos, incluso un Tesoro europeo que genere recursos propios a la UE.

Hasta que esto sea posible, la corrección de las excesivas divergencias que puedan darse entre los Estados miembros sólo se podrá lograr mediante una mejora de la gobernanza económica. Por eso es imprescindible finalizar la reforma del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, fomentar un nuevo marco para la prevención y corrección de desequilibrios macroeconómicos y poner en marcha el denominado Mecanismo Europeo de Estabilidad, que es el instrumento permanente de gestión de crisis que entrará en vigor a mediados de 2013. Algunas medidas en este sentido ya están operativas, como el “semestre europeo” de coordinación de presupuestos nacionales.

Además, Europa necesita recuperar competitividad y crear empleo. La “Estrategia Europea para el Crecimiento y el Empleo, UE2020” marca el camino a seguir con objetivos muy específicos en empleo, sostenibilidad, educación, política social e innovación. Iniciativas como el Pacto por el Euro plus suponen compromisos adicionales que siempre son positivos.

Europa no sólo tiene que dotarse de los instrumentos necesarios para ganar estabilidad y competitividad. También tiene que ser capaz de aprobar regulaciones que limiten los riesgos sistémicos de algunos tipos de operaciones especulativas, eliminar los paraísos fiscales, controlar los bonus escandalosos de directivos y accionistas y supervisar el correcto funcionamiento de los mercados financieros, como ya ha comenzado a realizar con la entrada en funcionamiento este año de la Junta Europea de Riesgos Sistémicos y de las instituciones supervisoras sectoriales de banca, seguros y mercados de valores. Igualmente, tiene que ser impulsora en el ámbito internacional de las reformas necesarias para reforzar la gobernanza económica global, tal y como ya hizo en la pasada reunión del G-20 de Seúl en octubre de 2010, cuando promovió el acuerdo sobre “Basilea III” para reformar los requisitos de capital y liquidez y fortalecer así la solvencia del sistema bancario.


El Estado del Bienestar en España

Llevábamos más de una hora hablando de economía. Tocaba cambiar de tercio. De manera natural, la conversación derivó hacia la cuestión del mantenimiento de nuestro Estado del Bienestar.

- ¿Será el que podamos pagar –preguntaron? ¿Acaso podemos pagar el que tenemos?

Lo que no podemos es renunciar al nivel de protección social que hoy tenemos. Ha costado mucho crear en España el Estado de Bienestar que hoy disfrutamos como para ponerlo en cuestión a las primeras de cambio. Se trata de un logro de ciudadanía y su mantenimiento es una exigencia de justicia social, de dignidad y de solidaridad.

Además, existe un círculo virtuoso entre crecimiento económico y protección social. No sólo es que para garantizar un Estado social fuerte tenemos que crecer económicamente y ser competitivos, es que precisamente para ganar en competitividad necesitamos una base de cohesión social. Como han demostrado recientemente Wilkinson y Pickett, las sociedades más desiguales tienen, en general, peores indicadores de salud, estrés, violencia y exclusión que aquellas otras que son más igualitarias.

Pero hoy más que nunca la garantía de la viabilidad y sostenibilidad de nuestro modelo de bienestar pasa por la realización de reformas. El viejo Estado de Bienestar que nació y se desarrolló en unas circunstancias económicas, sociales y demográficas determinadas tiene que ser puesto al día. Si no realizamos esta adaptación, acabará siendo insostenible y resultará una pesadísima carga para la competitividad.

Una parte importante del futuro de nuestro Estado social dependerá del éxito económico que consigamos alcanzar. Un éxito que tendremos que medir en tasa de empleo, en renta per cápita, en competitividad, en internacionalización. No es coincidencia que los Estados de bienestar más avanzados del mundo ocupen también las primeras posiciones en estos ámbitos. Suecia, Finlandia, Noruega y Dinamarca tienen todos ellos un desempleo inferior al 8 % y una renta per capita muy superior a la media de los países de la OCDE. Aprendamos de ellos.

Tenemos que repensar el modo en que se prestan y financian algunos servicios públicos. Debemos reforzar la eficacia y la calidad sin renunciar a la equidad. Podemos ensayar métodos de gestión descentralizada en escuelas y hospitales, estableciendo contratos programa en los que figuren indicadores de calidad y rendimiento, financiando en función de los resultados obtenidos y realizando evaluaciones completas y sistemáticas.

En algunos supuestos, la externalización de la prestación de servicios puede resultar necesaria y deseable. La cuestión es determinar cuál es el límite y, por supuesto, establecer los requisitos legales para asegurar su prestación en condiciones de igualdad y universalidad, calidad y eficacia. Esto es esencial.

Tenemos que plantear debates sobre modos de organización y prestación de servicios desprovistos de criterios ideológicos, siempre que ello no suponga merma de derechos o privatizaciones encubiertas. Hay margen, siempre que se demuestre su validez, para innovar en materia organizativa y de gestión, incluyendo a las organizaciones del tercer sector, cuyo papel puede ser reforzado en este proceso. Necesitamos más evaluaciones de resultados y más información sobre niveles de satisfacción. No podemos descartar introducir criterios de competencia en calidad y eficacia entre distintos centros para estimular la profesionalidad, la calidad y el buen servicio al ciudadano.

Por otro lado, hay que optimizar las inversiones que realicemos en infraestructuras de bienestar, eliminar duplicidades en la prestación de servicios (por ejemplo entre los servicios sociales y los estrictamente sanitarios), reducir el gasto en algunos casos (como en la factura farmacéutica) y generalizar el uso de las tecnologías de la información y la comunicación. Y por supuesto, la calidad. Calidad a todos los niveles, en la atención, en la formación de nuestro personal sanitario, educativo y asistencial, en la investigación científica aplicada, etc.

En definitiva, se trata de mejorar la provisión de servicios públicos a través de la racionalización en la asignación del gasto y de la eficacia en la organización y gestión de recursos. No es gastar menos, es gastar mejor. Cuanto más eficientemente gestionemos, más margen habrá para ampliar servicios y prestaciones.


Los problemas de la inmigración.

Intervino en ese momento un joven que, al hablar, mostró un ligero acento latino. Muy ligero. Posiblemente, había llegado a España de niño. Era abogado.

- ¿No existe el riesgo de una España cerrada e incluso xenófoba, viendo lo que se ve y oyendo lo que se oye?

 

No lo creo, respondí, pero no cabe duda de que gestionar la diversidad será uno de los grandes retos de la España del 2020. Vivimos en una sociedad cada vez más compleja y cambiante, en la que encontramos identidades distintas en torno a múltiples aspectos como la clase social, el grupo racial, la identidad étnica, la lengua, la religión la orientación sexual o el género.

Si dentro de diez o veinte años queremos vivir en sociedades cohesionadas, tenemos que gestionar democráticamente la diferencia dentro de un modelo inclusivo de ciudadanía intercultural. Tenemos que reconocer y valorar como un activo la existencia de una pluralidad de culturas en nuestra sociedad, pero a la vez tenemos que construir una identidad común en torno a una cultura cívica democrática que se superponga a las distintas culturas existentes y que todas ellas deberán respetar. A partir de ese consenso básico, las distintas reivindicaciones culturales podrán ya trascender del espacio privado y proyectarse en el espacio público.

La política de gestión de la diversidad que nos fortalecerá socialmente en el futuro es aquella que, respetando rigurosamente una misma lealtad política, la lealtad constitucional, permite la multiplicación de las identidades individuales y colectivas. Y esta multiplicación de identidades, este desarrollo del pluralismo, es un elemento positivo para la evolución de la democracia y también para la convivencia porque, como dice Walzer, al proliferar las identidades, las pasiones también se dividen, ampliándose así los espacios propios de la acción política, es decir, los espacios de negociación, diálogo y acuerdo.


Los retos del Estado autonómico.

- Empezando por el modelo de estado y las relaciones con y entre las comunidades autónomas –me interpelaron con mucha vista.

Pues efectivamente. También ahí hay que respetar la diferencia. Soy absolutamente sincero al afirmar que el balance del Estado autonómico en España ha sido netamente positivo. La España autonómica es la que más se parece a la España plural que configuran nuestra historia y nuestra realidad. Ha permitido acercar la gestión de los asuntos públicos a los ciudadanos, ha fortalecido los cauces de participación democrática y ha contribuido a una mejor convivencia entre nacionalidades y regiones.

Curiosamente, la España autonómica ha reequilibrado las diferencias territoriales y han hecho más iguales a los españoles residan donde residan. Prueba de su éxito es el alto grado de apoyo que concita entre la ciudadanía. Mientras a finales de los setenta casi la mitad de los españoles prefería un Estado centralista a uno autonómico, hoy el respaldo a la organización autonómica del Estado se sitúa en torno al 70 %.
Sin embargo, durante estos años se han puesto de manifiesto problemas concretos en su funcionamiento que es preciso corregir. En el horizonte más inmediato necesitamos que las Comunidades superen sus problemas de déficit y que sigan trabajando, desde la lealtad institucional, en las reformas que requerimos para superar la crisis. Los recientes cambios estatutarios ofrecen ya un marco estable bajo el que las Comunidades habrán de continuar desarrollando su autogobierno.

A medio plazo necesitamos reforzar la cooperación y coordinación en el Estado Autonómico. Será preciso revisar los canales de colaboración y entendimiento para mejorar la eficacia del conjunto, evitar duplicidades, crear sinergias y garantizar la igualdad de todos los ciudadanos en el ejercicio de derechos y deberes. La solidaridad interterritorial y la lealtad entre las diferentes instancias de gobierno deberán seguir siendo los criterios rectores en la gestión compartida de asuntos públicos. El federalismo debería ser la guía de conducta en este proceso.

Creo que también tiene que reforzarse el Gobierno local. Hay que afianzar su autonomía y garantizar su suficiencia financiera. Deben retomarse las iniciativas que propugnan una segunda descentralización, facilitando el traspaso de competencias desde las Comunidades Autónomas hacia las Entidades Locales. También hay margen de mejora en el funcionamiento de las relaciones interadministrativas para la formación y ejecución del Derecho europeo.

En definitiva, el modelo autonómico que España necesita es aquel que, manteniendo buena parte de lo ya alcanzado, nos permita un funcionamiento institucional más eficaz e integrado y en el que las señas de identidad por las que sea reconocido no sean otras que las de lealtad, cooperación y responsabilidad.


Una política exterior para el futuro.

El mismo joven que había mostrado preocupación por los deslizamientos racistas a los que, por desgracia, asistimos aquí y allá, se interesó por la política exterior que España puede tener en el horizonte del año 2020.

Todos los países –le dije- van a estar obligados a reconsiderar o ajustar sus prioridades en el exterior a lo largo de esta década. Simplemente porque el mundo se está transformando a ojos vistas. España deberá convertir esta indefinición en certidumbre inspirándose en dos principios básicos: la defensa de los Derechos Humanos y la Cooperación al Desarrollo.La defensa del derecho internacional y del sistema de Naciones Unidas, con una reforma que “democratice” su Consejo de Seguridad, debe ser un pilar central de esta transformación de la sociedad internacional. Esta es la apuesta de España.

Nuestras relaciones con Iberoamérica en 2020 deberían ser unas relaciones maduras, densas y muy especiales. Es de esperar que Iberoamérica cuente con democracias estables y con una clase media potente, homologable a la española. España deberá acompañar a todos los países en este proceso como socio y amigo.

Es cierto que la reciente “primavera árabe” plantea no pocas incógnitas de futuro, en especial en el Magreb. Si hoy en día la situación en Túnez o Egipto invita al optimismo, Libia, Argelia o Mauritania tienen escenarios más complicados. España debe hacer un esfuerzo singular de apoyo a los procesos de transformación en su vecindad sur. Primero en los planos político y social. Posteriormente, en potenciales procesos de integración que permitan soñar con un Magreb seguro, unido, con un mercado común o, por qué no decirlo, con una moneda común. Marruecos es, en este plano, un actor fundamental y un amigo de España imprescindible.

Asia-Pacífico se está convirtiendo en la zona del futuro, sobre todo desde un punto de vista comercial. La presencia de Estados Unidos, Japón, China, Corea del Sur, las pujantes economías del sureste asiático, Perú o Chile, invitan a aprovechar todas las potencialidades que ofrece esta zona. España tiene que aumentar su presencia en la zona y aprovechar sus pujantes mercados.

Otro aspecto fundamental ligado al Pacífico es nuestra relación con los Estados Unidos. España es y seguirá siendo un socio fiable para los Estados Unidos. Un aspecto que debemos tener presente desde ahora es el papel de la creciente población latina en los Estados Unidos, que para 2020 superará en número, previsiblemente, a la afroamericana. Quién sabe si, tras la elección en 2008 del primer Presidente negro de la historia de los Estados Unidos, 2020 pudiera traernos a un Presidente (o Presidenta) de origen latino.

Por lo que se refiere a la Unión Europea, ésta ha dejado ya de ser vista por el ciudadano español como un tema de política exterior. La Unión tiene un componente de cotidianeidad. Los españoles se sienten cada vez más europeos.

El panorama para 2020 debería ser similar, pero para ello debemos consolidar las reformas institucionales emprendidas tras el tratado de Lisboa, fomentar el método comunitario, desarrollar y ligar a los Estados en el nuevo Servicio Europeo de Acción Exterior, conseguir unas perspectivas financieras coherentes y avanzar en una verdadera unión de políticas económicas y en la gestión común de los desafíos migratorios.

La Unión Europea es un actor comercial de primer nivel, un mercado de 450 millones de habitantes. Su potencial en política exterior es enorme. Reconforta pensar que en 2020 estaremos aprovechándolo. Pero, insisto, para que eso sea así, Europa, su solidez económica y monetaria, sus reformas estructurales, su política exterior, su fortalecimiento institucional, en definitiva, hacer más Europa, se convierte en una urgencia inaplazable.

* * *
Era tarde cuando salimos del restaurante, pero espero que para mis anfitriones la cena fuera tan provechosa como para mí. Mientras, ya en casa, tomaba notas para no olvidar lo hablado aquella noche, escribí, a modo de conclusión, las siguientes líneas.

Conclusiones

Después de las décadas del mercado, los 80 y 90, y la década de las finanzas, los 2000, ha llegado el momento de que esta en que hoy vivimos, la que finaliza en 2020, sea por fin la década de la política. De una política renovada, democrática y eficaz que recupere toda su fuerza transformadora al servicio del interés común. Una política fuerte que nos permita superar la recesión económica y prevenir futuras crisis, mejorar el bienestar de los ciudadanos y proteger sus derechos frente a todo poder. Una política poderosa para promover la paz y la seguridad en el mundo, para erradicar el racismo y la xenofobia y para vencer al terrorismo en cualquiera de sus formas. Una política que tenga como objetivo constante el perfeccionamiento y mejora constante de la democracia. Una política en la que participen y de la que sientan parte unos ciudadanos que hagan suyo, porque suyo es, lo público. Trabajemos todos para ello, porque, como dice el sociólogo francés André Gorz, “seremos lo que hagamos juntos”.

Publicado en Diario Crítico, 20/06/2011