21 de septiembre de 2008

Señores, seamos más responsables.

Las crisis económicas severas tienen siempre poderosas virtudes didácticas: revelan deficiencias estructurales e institucionales y defectos en los comportamientos de los agentes económicos. La actual, por desgracia, constituye un verdadero manual de este tipo de fenómenos. Y, también, un caso modélico para alimentar escepticismos en torno a lo que se viene llamando responsabilidad social de la empresa (RSE). Algo que se aprecia particularmente en una de las muchas vertientes de la crisis: la generada en el sector financiero por el fenómeno de las hipotecas subprime (es decir, de mala calidad), primero en Estados Unidos y luego extendida a prácticamente todos los confines del sistema financiero mundial.

No hace falta detenerse en los ya muy conocidos detalles de esta crisis, pero sí recordar la irresponsabilidad general con la que han actuado muchos de sus actores. En primer lugar, las entidades concesionarias de hipotecas de Estados Unidos, que han otorgado préstamos que un análisis mínimamente prudente habría considerado inviables, apoyados en la facilidad con que podían transferirlas a otras entidades financieras. En segundo lugar, las entidades adquirentes, que (maravillas de la ingeniería financiera) empaquetaban las hipotecas en más que opacos productos estructurados, para colocarlas, también con total facilidad y no poco rendimiento, a inversores y a otras entidades. En tercer lugar, estas últimas instituciones, que han adquirido (y vendido) productos con riesgo incierto (y altísimo) basándose en sus fuertes rentabilidades inmediatas. En cuarto, las agencias calificadoras, que han evaluado evidentemente mal (¿un simple error?) los mencionados productos, alentando el negocio a través de la confusión y el ocultamiento. Finalmente, las autoridades reguladoras y supervisoras, que han permitido un negocio no sólo de riesgo desmedido, sino incluso fraudulento en no pocos casos.

En definitiva, un modelo de negocio basado en la concesión de créditos con débiles criterios de riesgo y en la fragmentación y posterior transferencia generalizada de ese riesgo (para que otros arreen con las consecuencias). Todo ello, además, con muy elevados niveles de apalancamiento en todos los participantes, lo que no ha hecho sino aumentar la fragilidad y la gravedad del proceso. Un círculo mágico que perdió, como es sabido, todo su encanto con el estallido de la crisis inmobiliaria y el rápido desplome de los precios de los muy sobrevalorados activos inmobiliarios sobre los que descansaba todo el artificio.

Y lo que era rutilante ingeniería financiera y aportación impresionante de valor, de golpe se transmuta en crisis generalizada del sistema financiero internacional: porque son muchas las entidades de todo el mundo que tienen en sus sótanos cuantiosos paquetes nutridos con malas hipotecas. Paquetes, además, en los que nadie sabe bien cuánto hay de malo, por lo que nadie tampoco sabe con certeza cuánta es la pérdida. Razón por la que, con la crisis inmobiliaria, todas las entidades adoptan al tiempo (ahora sí) una prudencia severa y reducen drásticamente sus préstamos a las restantes, con lo que el sistema cierra bruscamente el grifo financiero al conjunto de la economía, desatando una durísima crisis general.

Una crisis, claro, que pagaremos todos. Y muy especialmente, como siempre, los más desfavorecidos: mucha gente modesta de prácticamente todo el mundo que se verá enfrentada a un súbito encarecimiento del crédito (cuando no a la simple imposibilidad de su consecución), a la pérdida de la vivienda o al paro, y que verá muy severamente dañados sus niveles de vida. Por encima del coste del apoyo a las entidades financieras más afectadas, ése es el verdadero coste de la irresponsabilidad.

La RSE se basa en un mantra de general aceptación: radica ante todo en la responsabilidad con que la empresa ejecuta su negocio. Por eso, toda la historia anterior es, entre otras cosas, una suma de irresponsabilidades flagrantes. Todo ello en un sector absolutamente vital en la economía moderna y que, por eso, tiene (debería tener) una responsabilidad social particularmente acusada. Una responsabilidad que debe materializarse ante todo en su actividad crediticia, en la que es esencial la forma en que se analiza y gestiona el riesgo: piedra angular de la que depende su capacidad de generar valor, pero también su poderosa capacidad destructiva.

Y no hablamos sólo de entidades de tercera fila, sino también de algunos de los principales bancos del mundo. Entidades, para más inri, que han hecho de la responsabilidad corporativa su bandera. Un reciente documento oficial de una de las mayores y más afectadas por la crisis señala que la entidad se siente orgullosa de contribuir a mitigar problemas sociales básicos: algo -continua- que "... hacemos a través de nuestra filantropía y del voluntariado de nuestros empleados, pero, lo que es aún más importante, a través de nuestras prácticas de negocio...". Caramba: ¿qué habrían hecho de no tener esos principios?

No se trata de hacer leña del árbol caído, pero algo deberíamos aprender de estas contradicciones. Cuando menos a soportarlas menos displicentemente y a denunciarlas, porque eso ayudará a asumir más coherentemente los compromisos y -perdonen la palabrota- a mentir menos. Pero tampoco deberíamos olvidar otra enseñanza de la crisis. Las malas prácticas se han desarrollado al calor de una creciente debilidad del sistema de regulación y supervisión. Aunque no dudamos de la calidad de la gestión de las entidades españolas, es el especial rigor del Banco de España el que nos ha protegido en parte del contagio.

Lo que a su vez nos conduce a otra enseñanza: esta creciente liberalización financiera está posibilitando, ciertamente, una intensa innovación, una sofisticación portentosa y una eficiencia también creciente, pero incorporando unos niveles de riesgo cada día mayores. El dinamismo económico general que ese proceso impulsa es evidente, pero también lo es el incremento de la vulnerabilidad sistémica que comporta. Por ello, no debería considerarse irracional la opción de equilibrar mejor la eficiencia con dosis mayores de seguridad. Una seguridad que en buena parte es la mayor garantía de sostenibilidad a largo plazo: algo para lo que la maximización de la eficiencia a corto plazo suele ser un peligro letal.

La moraleja de la historia, en este sentido, es múltiple y en buena medida obvia. No obstante, desde Alternativa Responsable nos parece que no está de más recordar algunas de estas obviedades:

1. Por una parte, que la visión cortoplacista de la actividad empresarial y la pretensión de maximizar el beneficio en el menor plazo posible son frecuentemente reflejo de irresponsabilidad y casi siempre causa a la larga de resultados trágicos.

2. Por otra, que -nos guste o no- para la generación de mecanismos de seguridad y para el fomento de actitudes más responsables, la regulación sigue siendo imprescindible: porque se puede, desde luego, confiar en la responsabilidad de muchas empresas, pero más se debe temer la irresponsabilidad de otras.

3. En tercer lugar, que la regulación, en muchos casos -como el financiero- debe estar coordinada a escala internacional para ser efectiva.

4. Finalmente, que, además de la regulación, es necesario dotarse de mecanismos legales efectivos para que -por encima del carácter eminentemente voluntario de la RSE- las irresponsabilidades empresariales graves que produzcan daños a terceros sean adecuadamente conocidas y penalizadas.

Por ello, y aunque en este caso puntual la regulación española no pueda ser criticable, ¿no creen ustedes que, con carácter general, esta moraleja tiene también interés para España? En nuestra opinión, la responsabilidad social de las empresas en el sector financiero debe empezar por estas reglas elementales. Además, y por añadidura, debe abarcar muchas otras materias: transparencia, buen gobierno, políticas laborales, control de la subcontratación, acciones sociales, etcétera. Pero las enseñanzas obtenidas de esta crisis son claras: la RSE de bancos, cajas y demás entidades financieras -como en toda empresa- deben inspirar e impregnar ante todo el núcleo de su actividad: su negocio.

El País, 21/09/2008 Artículo firmado por todos los miembros de Alternativa Responsable.

11 de septiembre de 2008

Teatro victimista

En breve se conocerá la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la ley de consulta del Gobierno vasco. La escena está debidamente preparada para que en los próximos meses, hasta las elecciones vascas, se desarrolle un auténtico teatro victimista cuya trama principal será, ¡cómo no!, la flagrante violación del derecho de los vascos a decidir. Así, en abstracto y sin matices. A decidirlo todo, siempre y solos, nosotros los vascos. Poco importa que la sentencia sea un razonado y sistematizado argumentario de fundamentos jurídicos extraídos de nuestro marco constituyente en el que se indiquen los límites de lo que podemos decidir solos y de lo que debemos decidir junto a otros. Poco importarán las razones que previsiblemente expondrá el Tribunal para negar al Gobierno vasco sin autorización del Estado, un referéndum de evidente calado constitucional. La obra ya está escrita y viene desarrollándose desde hace meses. Desde mucho antes incluso a la aprobación de la ley en el Gobierno vasco; aunque durante el verano ha cogido velocidad de crucero y en los próximos meses alcanzará su apogeo.

No debería sorprendernos esta capacidad victimista de nuestros nacionalistas porque ésa ha sido siempre una de sus características políticas. Pero no deja de resultar penosa cuando se convierte en santo y seña del gobierno del país. El espectáculo de estos últimos meses escenificando todo tipo de actos y declaraciones para dramatizar la más que previsible negativa del ordenamiento jurídico a la ley de la consulta, ha llegado al esperpento. Reuniones del tripartito y de su consejo político diciendo una cosa hoy y mañana la contraria, fotos ante el Tribunal de unos líderes que no pueden recurrir, recursos ante el Tribunal de Estrasburgo de gobiernos que no están legitimados, supuestas denuncias colectivas por violación de derechos humanos que no se pueden presentar. Todo ello en medio de una indisimulada disputa entre PNV y EA por desmarcarse mutuamente en la radicalidad de la protesta contra el Tribunal. Me temo que la capacidad de imaginación victimista de los partidos del Gobierno vasco no ha terminado y, hasta que el lehendakari convoque las elecciones tendremos que ver y soportar nuevas ocurrencias.

Me pregunto para cuándo la autocrítica, la mirada hacia nosotros mismos como país o como pueblo, que nos señale lo que no hacemos bien o lo que no hacemos y deberíamos hacer. La política vasca está demasiado anclada en el fácil recurso de culpar a los demás de nuestros males. El enemigo exterior, generalmente el Gobierno de España, es el blanco fácil al que disparar nuestras críticas, mientras escondemos nuestros errores. Si el Estatuto no se ha cumplido, la culpa siempre la tiene Madrid. Si alguien recurre el Concierto Económico a Europa, la culpa al Gobierno de La Rioja. Si el Tribunal rechaza la ley vasca, es la Constitución española la que niega el derecho de los vascos. Es difícil encontrar la reflexión autocrítica sobre determinados maximalismos en la interpretación estatutaria, o sobre algunas prácticas contra la competencia en el desarrollo del Concierto Económico o sobre manifiestos incumplimientos de los preceptos constitucionales en la estrategia soberanista. ¿Para cuándo una reflexión sincera sobre la fractura sociopolítica de Euskadi en los últimos diez años? ¿Qué ocurre con nuestros jóvenes licenciados que se van a miles a trabajar fuera de Euskadi? ¿Es hora de replantearnos la política lingüística? ¿Tenemos la Universidad que necesitamos? ¿Cuándo superaremos la hostilidad territorial que nos separa y que paraliza proyectos comunes necesarios por un localismo exagerado? Mil preguntas más que exigen a los vascos salirnos de estas coordenadas malditas del victimismo y la agresión exterior en la que nos sitúa con frecuencia el nacionalismo.

Cuando veo a nuestro Gobierno literalmente monopolizado por una especie de política-ficción, en la que sólo se habla y se actúa para cambiar el marco político vasco y pasar del autogobierno a un soberanismo indefinido y confuso, me pregunto qué tiene que ver todo eso con nuestras vidas, con nuestra realidad y con la gente, con los dos millones de vascos que vemos cada día en playas y bares, en fábricas y en barrios, en fiestas y en familias, ajenos a esa especia de superestructura política que ocupa las páginas de los periódicos con las 'iniciativas' victimistas que prepara nuestro tripartito. Nunca como ahora hemos vivido tanta política de cartón-piedra, ajena a las preocupaciones reales de los vascos y movida por el viejo victimismo que busca el interés electoral contra el enemigo exterior.

Esto del victimismo es género común. La izquierda abertzale, por ejemplo, desarrolla también su propia obra. Desde que ETA frustró las esperanzas de todos, incluidas las de su propio mundo con la bomba de Barajas y la ruptura formal del 'alto el fuego permanente' en junio del año pasado, el entorno sociopolítico de la banda sabe que la democracia ha articulado reglas y poderes para que no sea posible una acción política paralela a la violencia. Desde entonces no paran de denunciar la 'represión sobre Euskadi' y lo que ellos llaman 'Estado de excepción vasco'. Quieren retrotraernos con su semántica y con su discurso a los tiempos del franquismo, como si no lleváramos treinta años largos de democracia, como si no fuera evidente que la democracia no les niega sus derechos de acción política por los objetivos que defienden, sino porque lo hacen junto a los que matan y a sus órdenes.
Las manifestaciones que convocan, las ruedas de prensa, sus 'slogans' y declaraciones, me suscitan una reflexión semejante a la que comentaba más arriba sobre el victimismo nacionalista. De una parte, parecen cada día más alejados de la gente. En las fiestas de las localidades vacas, en las regatas, en las concentraciones turísticas o en las calles, la gente pasa absolutamente de esa liturgia contestataria cada vez más testimonial y localista. Es como una parte del paisaje que hemos visto mil veces y que en nada nos afecta. Pero al mismo tiempo surge el reproche lógico y común a todo bien nacido: ¡Pues que dejen de poner bombas y hagan política, como los demás, que ya es hora!

¡Basta pues de este victimismo fácil y estéril! Somos los vascos quienes tenemos que resolver nuestros problemas recuperando la cultura del pacto y de la pluralidad, dedicándonos a lo importante, vertebrando nuestras comunidades identitarias y nuestros territorios y, sobre todo, logrando la paz. Somos un país de emprendedores ejemplares. Hemos construido un autogobierno potente y eficaz. Nuestros sectores económicos son competitivos y disfrutamos de un nivel de vida superior al de la media europea. Vivimos en un entorno físico envidiable. Tenemos grandes potencialidades. Pero nos falta lo principal: un marco de convivencia estable, sereno y en paz


El Correo, 11/09/2008