8 de noviembre de 2006

Euskadi y Cataluña, miradas comparativas.

Sobre los resultados electorales de Cataluña el pasado 1 de noviembre, ya está dicho casi todo. Sobre el futuro Gobierno de Cataluña, lo dirán quienes tienen la palabra para ello, aunque sea evidente la reedición del tripartito, impelidas las tres fuerzas que lo componen a hacer buena una apuesta en la que se concentran sus únicas estrategias. PSC, Esquerra e Iniciativa parecen condenados a intentarlo de nuevo, movidos esta vez por un propósito de enmienda sincero y obligado, a la vista del castigo electoral sufrido por las dos grandes fuerzas que lo componen.

No es mi intención, sin embargo, especular sobre ésta y otras hipótesis, ni sobre sus consecuencias en la gobernación española de los próximos años. He mirado a Cataluña desde Euskadi para analizar diferencias y semejanzas sobre las que es útil reflexionar. Cataluña es, en primer lugar, una comunidad más articulada, más vertebrada, mejor construida desde el punto de vista de su integración social y política. Naturalmente, hay un abanico identitario y una pluralidad ideológica, pero la columna vertebral del país es gruesa y ampliamente mayoritaria, al tiempo que los perfiles más extremos de los sentimientos de pertenencia son muy minoritarios. Bien podría decirse así que el catalanismo, que configura a casi el 80% del electorado, estructura una sola comunidad, cohesionada en torno al autogobierno de Cataluña (más o menos intenso, eso sí), a sus símbolos, a la pertenencia natural a España desde un autogobierno muy reafirmado política y culturalmente, al catalán, a su historia, y al proyecto común en Europa, entre otras muchas cosas.

En Euskadi, sin embargo, los signos de vertebración social, política y cultural de los vascos son más tenues o más disputados, desde posiciones más antagónicas. La parte central del abanico identitario es más débil y está más tensionada por fuerzas extremas, antinacionalistas unas o nítidamente antiespañolas las otras. Por una serie de razones históricas, no tan lejanas, la comunidad vasca es más bien una comunidad de dos expresiones identitarias, muy definidas, con fuertes caracteres antagónicos, exacerbados por el terrorismo y por otras viejas disputas internas entre las que cabe incluso citar las influencias de los llamados territorios históricos. Ocurre así que signos identitarios que deberían unirnos en nuestra definición sociopolítica como el Estatuto, la ikurriña, el euskera o la selección vasca de fútbol resultan cargados de tanta conflictividad que más destacan por sus connotaciones divisorias que por sus capacidades de referencia y de cohesión social. Los últimos diez años de la política vasca, particularmente desde el Pacto de Lizarra y la liquidación de la transversalidad de los acuerdos nacionalistas-socialistas, han acentuado gravemente estos síntomas.

En este contexto se explica otra notable diferencia entre nuestras dos comunidades. La negociación del nuevo Estatuto de Cataluña ha estado impregnada de un notable pragmatismo político y económico. El Parlamento de Cataluña quería un nuevo Estatuto que garantizara un autogobierno pleno y máximo, con la mejor financiación para Cataluña. He negociado ese Estatuto y hablo con conocimiento de causa. Cataluña, todas sus fuerzas políticas, querían definir las competencias, para asegurar que el Estado no las invadiera mediante instrumentos legislativos básicos. Querían, y así lo han hecho, precisar todas las funciones competenciales. Querían un nuevo espacio autonómico para la Justicia. Querían un amplio capítulo de derechos y deberes para los catalanes. Querían llevar al Estatuto la cooficialidad del catalán. Querían un capítulo estatutario adaptado a la UE y a la acción exterior de Cataluña. Querían mejor financiación.

¿Qué queremos los vascos? ¿Qué negociaremos los vascos con el nuevo Estatuto? De nuevo aquí surgirá la reivindicación esencialista e histórica. La soberanía, el ámbito vasco de decisión y otros referentes del imaginario nacionalista (Navarra, Iparralde, etcétera) estarán a buen seguro en el temario de las fuerzas políticas de ese signo, haciendo muy difícil, por no decir imposible, un terreno común de diálogo y de acuerdo a la pluralidad identitaria vasca, abocada por esa vía a las dos comunidades.

El juego de alianzas y el marco de relaciones políticas entre los partidos difiere también notablemente. CiU y PNV han ejercido un papel semejante, como tractores de la reivindicación nacionalista y protagonistas principales de la configuración del autogobierno respectivo. Pero CiU se ha desgastado mucho más. Después de varias mayorías absolutas, su fuerza electoral parece limitada a una mayoría relativa a más de veinte escaños de la absoluta, lo que le obliga a unas alianzas imposibles. Imposibles con el PP porque les contamina e imposibles con Esquerra porque el rechazo a CiU en ese partido es bastante más profundo de lo que algunos piensan. De hecho, la enemistad ideológica de Esquerra, PSC e Iniciativa hacia CiU es manifiesta y las tensiones personales son casi patológicas. Así puede deducirse, entre otras cosas, del proceso negociador del Gobierno catalán de estos días.

El PNV, sin embargo, no se ha desgastado, tras más de veinticinco años de poder ininterrumpido. Sus relaciones con todo el espectro político son buenas y puede pactar con cualquiera, incluso con el PP puntualmente, aunque no de manera estable. Su ubicación ideológica es más centrada que la de CiU y el interclasismo demócrata-cristiano les permite ocupar con naturalidad amplios espacios del centro-izquierda, aunque algunos se empeñan en esgrimir contra ellos el viejo tópico de la 'derecha vaticanista'.

Por último, una referencia a Ciudadanos. Me sorprendieron esos noventa mil votos a unos desconocidos. ¿Qué los motivó? ¿Cuáles son sus verdaderas banderas? Probablemente estamos ante una mezcla de motivos diversos. Excesos con el catalán en la inmersión lingüística educativa y en la política lingüística hacia la población. ¿Un catalanismo demasiado nacionalista? ¿Un nacionalismo demasiado separador? Algo de protesta antipartidos.

Muchas pueden ser las causas de esta erupción democrática que representa Ciudadanos, pero hay algo que genuinamente les representa. Es un cierto hastío del debate identitario, surgido desde una cultura progresista que proclama la reivindicación de ciudadanía y reclama la libertad individual para ser incluso iconoclasta para con los mitos, las banderas y los fundamentos del nacionalismo particularista. Seguramente los precursores intelectuales de este movimiento (Carreras, Boadella, Azúa, Espada, etcétera) habrán construido con mejores palabras y argumentos su filosofía 'ciudadana', pero ésta es mi particular definición. ¿Es esto un primer paso de un movimiento más potente? ¿Habrá candidaturas en otras comunidades? ¿Las habrá en Euskadi? Objetivamente, hay ingredientes en Euskadi como para que un movimiento semejante pueda generarse, con otros matices y quizás con un mayor componente constitucionalista. Alguien puede iniciar la aventura para pescar en las aguas del PP y del PSOE. Con todo, creo que, también aquí, será distinto. Los espacios políticos de los dos partidos son más firmes y el éxito electoral de los pequeños, más difícil. Además y en todo caso, sería algo coyuntural, aunque el mensaje político de esos votantes golpea ya nuestras puertas.

El Correo, 8/11/2006.

7 de noviembre de 2006

La responsabilidad social y el Congreso

Hace ya algunas semanas, en estas mismas páginas, Joaquín Tri-go, director ejecutivo de Fomento del Trabajo Nacional de Cataluña, comentaba el informe aprobado por el Congreso de los Diputados para potenciar y promover la responsabilidad social de las empresas (RSE). Ha pasado demasiado tiempo desde entonces y probablemente ninguno de los lectores recordará los comentarios, bastante despectivos, todo hay que decirlo, que el señor Trigo hacía sobre el desarrollo de las subcomisión parlamentaria y sobre sus conclusiones.

No pretendo, pues, contestarlas ni puntualizarlas porque resultaría anacrónico hacerlo y porque, sinceramente, tampoco merecen una respuesta. Pero no quiero que las páginas de opinión de Cinco Días se queden con una sensación tan pobre y tan crítica del trabajo que durante casi dos años hemos venido realizando los grupos parlamentarios de la Cámara, en una Comisión creada ad hoc para este tema y ante la que han comparecido exactamente 58 representantes de todo el mundo sociolaboral y socioeconómico español: empresas, sindicatos, ecologistas, ONG, consumidores, medios de comunicación, expertos universitarios y, por supuesto, Administraciones autonómicas y del Gobierno del Estado.

El conjunto de sus aportaciones ha sido ordenado en torno a los grandes planos en los que se estructura el debate de la RSE: la definición y los principios que la inspiran; la gestión en los distintos planos, interno y externo, incluyendo los aspectos relacionados con el gobierno corporativo; los ámbitos de actuación; los actores involucrados, y las políticas públicas.

Pero quizás lo más notable de este trabajo es que en el capítulo de las conclusiones se han aprobado 30 grandes constataciones y 60 recomendaciones a las Administraciones públicas, a las empresas y a los distintos agentes relacionados con la responsabilidad social empresarial.

Antes de destacar algunas de ellas, me gustaría recordar que este informe ha sido aprobado por unanimidad de la Cámara, lo que constituye por sí misma una notable noticia en estos tiempos de desacuerdo político general.

Los principales grupos que hemos trabajado en esta materia: PP, CiU, PNV y PSOE, nos hemos puesto de acuerdo y renunciado a los matices ideológicos de cada parte, para trasladar a la opinión pública un mensaje unitario, convencidos de que en esta cuestión era conveniente exponer una posición común y consensuada sobre un tema complejo y transversal.

Es la primera vez que un Parlamento europeo aprueba una resolución integral sobre la RSE y de hecho distintas instituciones legislativas y políticas europeas están solicitando este documento para su estudio. Hace sólo unos días, el jefe ejecutivo de Global Reporting Initiative, Ernst Ligteringen, nos felicitó expresamente a Eugenio Azpiroz, representante del PP, y a mí mismo sobre la oportunidad y calidad de este trabajo.

El informe no da recetas ni marca objetivos. Parte de considerar que la RSE es un camino que las empresas deben recorrer en su afán por integrar en su estrategia los intereses de sus grupos afines, especialmente trabajadores y comunidad. Se afirma que se trata de una cuestión estructural y que se inscribe en una renovación cultural de la naturaleza y de los fines de la empresa para con la sociedad. Se reitera la voluntariedad de la RSE, aunque se insiste en la necesidad de que se instrumenten políticas públicas de apoyo y fomento. El informe recomienda la autorregulación sectorial de la RSE para los diferentes sectores de actividad de ámbito supranacional. También exige que se mejore el reporte y la verificación de las memorias de sostenibilidad y pide al Gobierno que regule o fomente la inversión socialmente responsable.

Sesenta recomendaciones no caben en tan pocas líneas. En breve plazo el foro de expertos creado en el Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales elaborará también su informe. Me consta que CEOE va a publicar una aportación interesante sobre este tema y el diálogo social de CC OO, UGT y CEOE ha comenzado también a abordar su importante punto de vista sobre esta cuestión.

Lo lógico y deseable sería que el Gobierno aborde esta cuestión, en cumplimiento de su propio programa electoral, y a la vista de las conclusiones y de los informes antes citados adopte decisiones a favor de una política que promocione y potencie la responsabilidad social de las empresas españolas.

No se trata de hacer una ley sino de establecer una intervención pública, en diálogo con las empresas y stakeholders, para recorrer un camino hacia la excelencia en la gestión responsable y sostenible de las empresas que favorecerá su competitividad en la economía global y que favorecerá la extensión de los derechos humanos y la cohesión social en el mundo.
Cinco Días.