29 de octubre de 2006

Advertencias de un amigo.

Probablemente estamos escribiendo las últimas páginas de la trágica historia de la violencia en el País Vasco. Todos creemos -y queremos creer- que, por múltiples razones, la violencia de ETA toca a su fin. Desde hace unos pocos años, los gestos, los contactos, las conversaciones que inevitablemente acompañan el cese del terrorismo nos han situado ante una esperanzadora oportunidad que, formalmente, se inició en marzo de este año. Desde entonces, han pasado más de seis meses y varios acontecimientos recientes que aconsejan un balance sereno, una reflexión positiva.

Lo digo porque no me parecen admisibles los consejos y las exigencias de poner fin al proceso por parte de quienes se han opuesto a él de principio a fin, en todos sus términos y en todo momento. Es un poco oportunista aprovechar las dificultades y los puntos críticos de un camino que, de manera consustancial a su naturaleza, atravesará una dialéctica de tensiones y presiones mutuas en su recorrido. Quienes hemos apostado y arriesgado por asumir un final de ETA en estas condiciones, tenemos alguna legitimidad añadida para valorar los acontecimientos y extraer algunas conclusiones. Por eso he calificado intencionadamente de positiva la reflexión que quiero ofrecerles.

Yo creo que debemos seguir apostando por conseguir este final dialogado de la violencia. Creo que eso será un final y lo demás, especialmente lo que propugnan quienes se oponen rotundamente a todo lo que hacen el Gobierno y el PSE-EE (PSOE) en este tema, es decir, el PP y sus portavoces, es otra cosa. Esa otra estrategia, legítima, lo admito, la que busca la liquidación policial del fenómeno terrorista y la derrota política o la desaparición de su entramado social, no tiene un final cierto, y nadie puede asegurarnos ni el resultado ni el tiempo necesario hasta su consecución. El final de la violencia, por el contrario, necesita un diálogo que formalice el fin operativo e irreversible de las acciones violentas; un diálogo que pase página histórica y que permita una larga y difícil etapa de reconciliación en la sociedad vasca; un diálogo que facilite la reaparición de esa expresión política que abandona la violencia y encuentra en la democracia su espacio de realización.

Pero, aquí vienen mis advertencias para quienes están escribiendo, literalmente lo digo, las últimas páginas de esta trágica historia. Ese diálogo no es indeterminado ni incondicionado. Es un diálogo democrático, limitado y condicionado por las delicadísimas e importantísimas cuestiones en juego. En mi opinión, después de este tiempo transcurrido y visto lo visto, tres advertencias son pertinentes.

Primera. Si el proceso de diálogo para el fin de la violencia sigue acompañado de violencia, no hay proceso. Atracar una armería y robar trescientas pistolas no es ’sólo’ un gesto de chantaje, como bienintencionadamente dicen algunos. Es, desde luego, un gesto inaceptable, pero también un indicio alarmante y un signo inequívoco de que no abandonan la violencia. Es decir, justamente lo contrario de lo que exige la resolución parlamentaria del Congreso de los Diputados que aceptaba el diálogo sobre la base de «signos inequívocos del abandono de la violencia».

Lo mismo puede decirse de la violencia callejera, violencia perfectamente organizada y controlada desde la dirección común del entramado abertzale. La perfecta sincronía de estos actos violentos con los momentos políticos del proceso me parece un escándalo de evidencias sobre la denuncia que desde hace decenios venimos haciendo a la izquierda abertzale por la utilización de la violencia como complemento o parte esencial de la política. Pues bien, ha llegado el momento de decir donde haga falta y a quien debe oírlo, que así no hay proceso.

Segunda. La teoría de las dos mesas ha estado siempre condicionada a un principio que nadie mejor que Josu Jon Imaz explicitó: primero la paz y luego la política. Es decir, sólo se acepta el diálogo político sobre la base de un cese definitivo de la violencia y en ningún caso estamos dispuestos a dialogar políticamente bajo la presión de la violencia. Tampoco estamos dispuestos a que la desaparición de la violencia sólo se produzca cuando ETA esté conforme con el resultado de ese diálogo, porque eso es aceptar que ETA tutela el diálogo y condiciona su desaparición a que se acepten sus exigencias.

Me pregunto, ¿se está cumpliendo este principio? Hemos defendido determinadas interlocuciones públicas porque ciertos gestos pueden resultar imprescindibles en determinados momentos, pero tengo que preguntarme si hay correspondencia con la evolución de los acontecimientos. No soy un ingenuo y acepto que son necesarias conversaciones que favorezcan el proceso. Pero es hora de reclamar coherencia en la desaparición de toda presión violenta sobre ellas.

Una de las claves del proceso es comprobar que Batasuna dirige el proceso desde convicciones fundadas en la democracia y en la política, libre de la presión de sus mayores. Nuestro deseo es que se legalicen, que sean el interlocutor político que corresponde a su representación y que jueguen en la democracia con las mismas reglas de los demás. Pero si el ‘primo de Zumosol’ tutela el proceso, no hay proceso.

Tercera. A propósito del diálogo, todos nos preguntamos cómo haremos posible que ese diálogo, libre de presión, repito, permita integrar en la democracia los proyectos políticos defendidos antes con la violencia, sin pagar por ello, como dice la resolución parlamentaria, precio político alguno. Se viene informando últimamente sobre la existencia de preacuerdos respecto a metodología, agenda, contenidos, etcétera, de ese diálogo y aunque creo prematuro pronunciarme al respecto, siento cierta necesidad de aportar algunas observaciones previas.

El diálogo político sobre nuestro estatus jurídico-político no puede ser fundacional. Eso ya lo hicimos con la Constitución y el Estatuto. Lo hicimos bien y no pueden enmendarnos la plana quienes se equivocaron de pleno y atacaron con tiros y bombas el edificio de democracia y autogobierno que hemos construido con tanto esfuerzo estos últimos veinticinco años.

Ese diálogo no puede hacerse sólo sobre las reivindicaciones de una parte. Oigo hablar de Navarra, de autodeterminación, de Iparralde y me pregunto: ¿tendremos derecho los demás, es decir, quienes no nos sentimos nacionalistas, a plantear nuestras demandas? Por ejemplo, quienes reivindicamos que la pluralidad identitaria vasca cobre carta de naturaleza en una democracia estructurada sobre esa circunstancia. O que los derechos de ciudadanía estén garantizados frente a pretensiones de imponer una determinada identidad nacional. O el respeto debido a las voluntades democráticas expresadas por navarros o incluso alaveses. Y tantas y tantas cosas que hemos defendido junto a ochocientas víctimas que murieron por ello, reivindicaciones todas ellas y muchas más de idéntica legitimidad democrática al famoso y confuso ‘derecho a decidir’.

El Correo, 29/10/06.

15 de octubre de 2006

Los Balcanes y Europa.

Hace diez años la guerra llegó otra vez a Europa. Cuando creíamos que nuestra capacidad de soportar el horror del odio fraticida y la crueldad humana habían sido saturadas en la II Guerra Mundial con el nazismo, de nuevo al final del siglo XX, casi cincuenta años después, todos pudimos contemplar la guerra civil en la ex Yugoslavia de todos contra todos. Croatas contra serbios, bosnios entre sí, serbios contra albanokosovares en fin, una locura de etnias exacerbadas matándose entre sí, después de haber convivido, mal que bien, todo hay que decirlo, durante siglos. El colmo que provocó la intervención internacional fue un genocidio televisado, la expulsión a golpe de bombas y tanques de la población albanesa de Kosovo.

La OTAN bombardeó Belgrado parando la masacre kosovar y EE UU impuso en Dayton un difícil equilibrio entre las tres comunidades étnicas de Bosnia. Antes ya se habían independizado los croatas y los eslovenos. Luego lo han hecho o lo están haciendo los macedonios y los montenegrinos. ¿Qué pasará con Kosovo?

Sin embargo, a los quince años de que comenzara el desastre, la paz parece que ha vuelto a los Balcanes, aunque la cantidad y la gravedad de los problemas políticos subsistan. Occidente ha impuesto la paz en el corazón de Europa y Europa está comprometida en la solución de este puzzle multiétnico y pluriconfesional, políticamente muy inestable todavía. Con todo, acabaron los tiros y las bombas. Hay elecciones, como las hubo hace poco en Bosnia o en Montenegro y en Serbia y cuando la paz y la democracia se asientan, todo es posible.

Esto es, en definitiva, lo que en términos modernos, especialmente desde el atentado del 11-S en Nueva York, se llama 'extender la democracia', sólo que, tan encomiable como necesaria misión, puede abordarse de dos maneras muy distintas: 'imponiendo la democracia' con la guerra preventiva, como en Irak, o arbitrando soluciones a los conflictos y comprometiéndose con esos pueblos en su acceso a la democracia. Esto es lo que hizo en los Balcanes la comunidad internacional, especialmente la UE y esto es lo que toca seguir haciendo.

Ocurre sin embargo que esta tarea coincide con una crisis de crecimiento de Europa. Efectivamente, una de las claves del debate europeo actual es decidir entre dos orientaciones contradictorias. Ambas responden a un mismo eslogan: 'Más Europa'. Pero, en el fondo, son casi antagónicas. Más Europa es seguir ampliando la unión política europea a una serie de países surgidos de la desarticulación de la vieja Unión Soviética hasta llegar a Turquía. Más Europa significaba también, hace sólo unos años, la intensificación de los vínculos políticos y económicos de la Unión, reforzando las instituciones democráticas, haciendo más eficientes los instrumentos de Gobierno de la Comisión. En definitiva, esta otra concepción de 'más Europa' significaba, y sigue significando, ceder más soberanía nacional de los viejos Estados europeos a una unión supranacional que, en su desarrollo final, se aproximaría a una gran federación de Estados unidos de Europa.

El fracaso de la Constitución europea, especialmente en Francia y Holanda, generó una paralización real, cuando no un fuerte retroceso, en este último camino. Sin perjuicio de las numerosas y variadas razones que explicaron el rotundo no de las ciudadanías de dos países fundadores de la Unión, una de ellas destacó como argumento incontestable. Muchos se quejan, en la vieja Europa fundadora, de la inusitada velocidad con la que se estaba ampliando Europa, hasta unos horizontes desconocidos e ilimitados. Veinticinco países hoy, veintisiete mañana, en 2007, con Rumania y Bulgaria, treinta y tantos con los Balcanes, quizás Turquía.

Es comprensible este miedo. Ya tenemos suficientes incertidumbres en nuestro entorno social y político como para incorporar a nuestras realidades una heterogeneidad enorme y extraña, que dificulta notablemente las convergencias de nuestras políticas fiscales, sociolaborales, mercantiles, etcétera. O lo que es peor, ya es bastante difícil la gobernanza europea, como para que estos nuevos países nos incorporen toda su extrema complejidad derivada de su trágico pasado, ya sea por la influencia comunista de más de medio siglo, ya sea por las fracturas étnicas, religiosas y políticas que atraviesan esos pueblos y los odios recíprocos que han provocado entre ellos las guerras recientes. La inmigración procedente de esos países, la delincuencia organizada que se instaura en regimenes políticos de transición a la democracia y la exportación de bandas de delincuentes que atacan nuestras propiedades y perturban nuestra seguridad constituye el complemento ideal para hacer más masivos nuestros miedos y más firmes estos rechazos.

Pero dar la espalda a estos pueblos es como cerrar los ojos y negar la luz. Múltiples razones explican el compromiso europeo con este avispero. La primera y más importante: sin Europa, estos países no tienen futuro alguno. Su referencia económica, monetaria y de mercado es Europa y sólo Europa. Su estabilidad política sólo será posible en el marco institucional de la UE. Sus democracias y sus instituciones, propias de Estados de Derecho, sólo son realizables en el contexto de las grandes instituciones y principios políticos europeos: Consejo de Europa, convenciones de Derechos Humanos, constituciones democráticas, etcétera. Pero, junto a las convicciones democráticas y de solidaridad que inspiran estos argumentos, no son despreciables las razones pragmáticas. No podemos sostener a nuestro lado países rotos, con una extrema conflictividad interna que acabarán trasladándonos sus tensiones o peor aún, que contaminen nuestros mercados y nuestras realidades sociales con las excrecencias de regímenes corruptos o autoritarios, en forma de terrorismo, crimen organizado, mafias internacionales, etcétera.

Por eso mi convicción es clara. Debemos hacer Europa con ellos. Serbia, Croacia, Bosnia, Macedonia, Montenegro, Albania, quizás Kosovo, todo lo que se llama Balcanes occidentales son viejos pueblos de Europa a los que debemos ayudar hoy e integrar mañana. De lo contrario volverá a ocurrir con ellos aquello que dejara dicho el sabio Churchill: «Los Balcanes producen más historia de la que pueden consumir».

El Correo, 15/10/2006.

14 de octubre de 2006

Memoria, justicia y convivencia.

¿Es posible o no que la sociedad española de hoy ajuste deudas con su historia sin romper por ello las bases de su convivencia actual y los principios de reconciliación y perdón que presidieron la transición a la democracia a finales de los setenta? Ésta es para mí la cuestión nuclear del debate producido sobre la mal llamada "Memoria Histórica". La abrumadora presencia de la Guerra Civil y de la represión franquista en la memoria de la sociedad española de hoy tiende a despertar las pasiones de las dos Españas machadianas con demasiada frecuencia. La guerra de esquelas de la guerra, publicadas este verano, es una buena muestra de las peligrosas derivas que puede tener este asunto si no lo enfocamos con prudencia y consenso.

Comencemos pues por responder al primer interrogante: ¿hay deudas pendientes? Y aunque las hubiere, ¿debemos abrir la caja de Pandora de tan delicados y apasionados recuerdos? No son pocos ni despreciables los argumentos que recomiendan cubrir estas cuestiones bajo un discreto manto, destacando como único recuerdo histórico el punto y aparte que acordamos en los pactos de la transición. Pero no es menos cierto que han pasado treinta años desde entonces y que todavía golpean a las puertas de nuestras instituciones reivindicaciones justas y razonables. Primero, porque, sin cuestionar la generosidad que impregnó la transición política, la democracia de los ochenta y de los noventa confundió en exceso perdón con olvido, y aunque sucesivos gobiernos democráticos establecieron medidas para restañar las heridas del bando republicano, lo cierto es que millones de españoles, perdedores y sufridores de la contienda y de la represión posterior, lloraron en silencio su imborrable recuerdo, tras el telón de una convivencia reconciliada, a la que perturbaba su simple presencia. Y segundo, porque quedan pendientes muchas causas de justicia para quienes defendieron el Gobierno legítimo del 36. Desde la identificación y localización de fosas comunes a la exhumación de sus restos. Desde la apertura total de archivos para la investigación y la documentación particular hasta el reconocimiento de las enormes injusticias cometidas en juicios sumarios. Incluso golpea también nuestra conciencia democrática, la ausencia de indemnización alguna para quienes encontraron la muerte en los años del tardofranquismo, ejercitando derechos que luego reconoció nuestra Constitución (como por ejemplo los seis obreros muertos por la policía en Vitoria y Basauri en 1976).

La segunda cuestión es capital: ¿cómo debemos abordar este tema de nuestra agenda política y hasta dónde será posible atender estas reivindicaciones? El Gobierno ha decidido hacerlo mediante un proyecto de ley que, intencionadamente, rechaza implantar una determinada "memoria histórica colectiva", que no corresponde a norma alguna y encarga al legislador la protección del derecho a la memoria personal y familiar como expresión de plena ciudadanía democrática. En ese propósito el anteproyecto busca un equilibrio difícil y polémico. Si se declara "el derecho de todos los ciudadanos a la reparación de su memoria personal y familiar", ¿deben incluirse todos los que sufrieron condenas, sanciones o cualquier forma de violencia por razones políticas? Si tal reconocimiento se refiere a la represión franquista, es obvio que afecta sólo a quienes defendieron la legalidad institucional anterior al 18 de julio de 1936 y pretendieron después de la guerra el restablecimiento en España de un régimen democrático. Pero si ese derecho se quiere extender a la Guerra Civil -y en mi opinión así debe ser- resulta obligado reconocerlo también a quienes sufrieron esas mismas circunstancias en el otro bando. ¿Es eso una injusta equidistancia? Más bien creo que sólo así respondemos al espíritu de reconciliación pactada en el que se fundó nuestra transición democrática.

Una reflexión semejante surge de otro de los aspectos polémicos de esta ley. ¿Debemos anular cuantas resoluciones judiciales fueron dictadas en aplicación de legislaciones y de tribunales de excepción? Admito que sería de justicia. Pero, ¿podemos hacerlo sin cuestionar todo el entramado de seguridad jurídica de 40 años de franquismo? ¿Cómo se revisan individualmente miles de sumarios sobre hechos acaecidos en tiempos tan lejanos? Conozco la existencia de opiniones jurídicas fundadas en esa dirección, pero yo creo que eso no es posible a la luz de la doctrina jurisprudencial del Tribunal Constitucional, y en todo caso creo que antes de abrir la vía jurídica para la revisión de miles de esos casos nos lo deberíamos pensar serenamente. ¿Qué consecuencias tendrían las anulaciones? ¿Quién impediría que muchos reclamaran conocimiento de los juzgadores y quizás responsabilidades? Yo creo que el legislador español de 2006 tiene derecho a examinar esta cuestión también desde un punto de vista de oportunidad política, y aquí vuelvo a esgrimir ese patrimonio común que es el espíritu de reencuentro y de concordia de la transición.

La ley pretende la justicia compensando a las víctimas de la guerra y de la represión de un régimen cruel que duró 40 años. ¿Lo consigue? Abiertamente no. Reconocerlo con humildad es necesario, porque esas víctimas merecen el respeto de la verdad. Pero, ¿alguien cree posible hacer justicia plena con las enormes e inmensas consecuencias de aquella tragedia? La ley llega adonde es posible llegar sin menoscabar las bases de nuestra convivencia y ajusta las últimas deudas con nuestra historia sin reabrir la herida que atravesó las entrañas de nuestro pueblo.

La ley es perfectible. Abriremos una ponencia parlamentaria para escuchar. Negociaremos enmiendas y buscaremos el consenso con todos los grupos. Por cierto, última cuestión: ¿será posible un acuerdo también con el PP en este tema? Lo deseamos. Pero les escucho decir, con demasiada frecuencia, que esto es pasado y ya está pagado. Quizás se opongan a la totalidad de la ley acusando al Gobierno y a su presidente de "radicalidad guerracivilista". Me pregunto por qué no es posible una recuperación consensuada de nuestro pasado. ¿No equivale esto a identificarse con una de las dos partes de nuestra historia incivil?

La reconciliación de la transición no nos obliga al olvido. La memoria sin ira, sin afanes vengativos no abre, sino cierra las heridas de la historia. La recuperación personal de nuestra memoria histórica familiar y la compensación consensuada de nuestras deudas con la historia, nos hace más fuertes en los fundamentos de nuestra convivencia.

El País, 14/10/2006