1 de octubre de 2001

La formación profesional: una reforma clave y urgente.

Todos los expertos coinciden en que una formación profesional permanente y de calidad es la base de la empleabilidad. Es ya un tópico afirmar que en la sociedad del conocimiento y en la globalización, la cualificación profesional, el factor humano de nuevo, serán claves. Desde Lisboa hasta Estocolmo, las estrategias de la Unión para hacer de Europa el continente del pleno empleo y la cohesión social depositan en el sistema educativo profesional las mayores responsabilidades y esperanzas. Es hora pues de preguntarnos cómo responde nuestro país a este reto y debatir con rigor y sin sectarismos sobre el futuro de estas políticas.

En España la formación profesional ha sido siempre la gran olvidada de las reformas educativas. Un incomprensible e injusto desprestigio social acompañó siempre a esta vía educativa y hoy además son patentes la ineficiencia, la rutina, el desorden y el fraude. Si repasamos los males del presente y las orientaciones necesarias para el futuro, el cuadro aproximado sería el siguiente:

1. Los Programas Nacionales que regulan actualmente el conjunto de la formación profesional se han quedado viejos. En España urge que un órgano institucional dirija, planifique y coordine la política de formación profesional. Un órgano del Gobierno que represente a Educación, Trabajo, Tecnología y Hacienda y que, con rango de Secretaría de Estado o similar, establezca los objetivos de la cualificación de la población activa en función de las necesidades de nuestro desarrollo económico y social. Como lo han hecho en Francia, Inglaterra o Alemania. Urge un sistema nacional de cualificaciones profesionales y un catálogo modular integrado para cada cualificación. Es impresentable que sigamos extendiendo titulaciones distintas e incompatibles según qué organismo las conceda: Los títulos de formación profesional, de la formación reglada y los certificados de profesionalidad del Ministerio de Trabajo.

Urge integrar los tres subsistemas en uno solo. Urge crear un sistema de evaluación, reconocimiento y certificación de la competencia. Crear una agencia de la calidad en las certificaciones, e incorporar la experiencia laboral y 'los aprendizajes informales' a la titulación oficial.

2. En relación con la formación profesional continua, los errores actuales y los cambios necesarios son importantes. Admitamos que es bueno que sindicatos y empresarios estén en la base del sistema. Pero la ejecución de esta política, básica para el país, necesita correcciones importantes. Porque sólo un porcentaje menor del conjunto de trabajadores accede a los cursos. No hay una adaptación suficiente ni al territorio, ni a las pymes. Porque se está haciendo formación de oferta (de los centros educativos) y no de demanda (de las necesidades de las empresas). Y porque el sistema no es transparente. Hay cobro de comisiones por aprobar los planes, centros educativos que no merecen esa homologación como tales, etcétera.

Que la Administración y la intervención del Estado estén presentes en el órgano de gestión es fundamental. Que esa formación responda de verdad a las necesidades de reciclaje de las empresas y que el Gobierno estimule fiscalmente a las empresas los gastos de formación permanente son necesidades imperiosas del sistema.

En el horizonte de la eficacia máxima del sistema deberíamos proponernos un plan individual de formación permanente para cada trabajador. Ese plan debiera ser un derecho cuyo ejercicio a lo largo de toda la vida profesional implica un conjunto de medidas políticas, económicas y laborales que lo hagan posible.

3. La formación ocupacional está desestructurada en todos los planos. No existe un observatorio del mercado laboral que oriente con su información al conjunto del sistema. La ausencia de información y coordinación entre las Comunidades Autónomas es tal que el CES ha llegado a cuestionar la unidad de mercado en el empleo por las disparatadas estadísticas de paro entre nuestras provincias y por la estanqueidad a la movilidad que existe actualmente en nuestro país.

En fin, el cuadro es caótico. No existe un instituto de las profesiones que oriente prospectivamente al conjunto del sistema. Las escuelas de formación profesional no están aprovechadas en sus inmensas potencialidades para ser el corazón del sistema formación-empleo. La formación teórica del contrato de formación no se cumple, aunque se cobren las subvenciones. Y así un largo etcétera.

Pasaron ya los tiempos en que la formación era cosa de una etapa de nuestra vida. Hoy nos formamos, trabajamos y descansamos a lo largo de toda la vida, en un proceso permanente y simultáneo. Cada trabajador español que procede de la formación profesional, al igual que los universitarios, debe actualizar sus conocimientos constantemente. Deberá añadir nuevas titulaciones, nuevas cualificaciones profesionales a su cartilla individual formativa, para aumentar su empleabilidad. En Francia discuten ahora mismo sobre si esa formación profesional permanente debe catalogarse como un derecho individual que inspire y oriente la regulación y las actuaciones públicas.

Hace falta una ley, pero una ley consensuada con las CC AA porque son parte fundamental del sistema (no se olvide que ejecutan la formación profesional reglada y la ocupacional) y con los agentes sociales, porque son ellos quienes gestionan la formación profesional continua. Hace falta una ley que pueda ser negociada y pactada con la oposición, y el PSOE ve enormes dificultades de consenso con el proyecto que conocemos. Hace falta además un esfuerzo de la comunidad educativa y de los agentes sociales. Nos va mucho en este reto.

La formación profesional: Una reforma clave y urgente.

El País, 1/10/2001

19 de mayo de 2001

El nuevo modelo laboral

Las exigencias de la competencia en la globalización, en el nuevo contexto tecnológico, está sirviendo en bandeja al neoliberalismo la dirección del cambio en la sociedad laboral y, en consecuencia, en los valores sociales imperantes. En la nueva economía, la flexibilidad y la desregulación son los mantras a invocar necesariamente; sin ellos, al parecer, no hay ni creación de empleo ni progreso.

La sociedad de la comunicación (rápida, instantánea, pero superficial) nos ofrece pocas ocasiones y de escaso eco para debatir en profundidad las consecuencias sociales y culturales de este cambio. Al final, cuando llegan -nadie sabe cómo ha sido-, parecen fenómenos naturales. Y, sin embargo, han sido el resultado de unas políticas y de sus presupuestos teóricos. Autores como Beck, Sennett, Reich, Zubero, Castell y otros advierten en sus obras sobre las consecuencias del nuevo modelo: destrucción del contrato social básico, dualismo laboral, precariedad; y una vida social desquiciada por el estrés, los horarios de trabajo prolongados y el aumento de la responsabilidad individual en el trabajo y en las relaciones laborales. La contrapartida es el empleo como cifra, más empleo aunque sea malo, aprovechando el ciclo de crecimiento de los últimos seis años.

Ésta es la filosofía y el modelo del Gobierno español, muy alejados de la actual preocupación europea por la calidad del empleo. La política española ha querido aprovechar intensamente el ciclo para mejorar las cifras del empleo, utilizando como ventajas competitivas nuestros diferenciales en su calidad, es decir, bajos salarios, alta temporalidad, máxima subcontratación, mínima seguridad, etcétera. Por eso, a la actual ralentización en el ritmo de descenso del paro que indican las estadísticas de los últimos meses hay que añadir notables divergencias estructurales respecto a Europa en un mercado laboral crecientemente devaluado en sus salarios, estabilidad, protección social y condiciones laborales generales, con una tendencia a la dualización y a la fragilización sociolaboral que pasará factura cuando el ciclo cambie. La intervención del Gobierno, poniendo fin abruptamente al diálogo social con el Real Decreto 5/2001 sobre la reforma laboral, no hará sino acentuar esta tendencia.

Por ejemplo, la temporalidad. Tenemos un 32% de contratos eventuales, más del doble que la media europea. La apuesta del Gobierno se dirige a estimular la contratación fija tocando los costes, haciendo más barato el despido de los fijos y un poco más caro el de los temporales. Pero se ha negado a tocar el núcleo del problema, es decir, la necesidad de reforzar la causalidad y las garantías contractuales que eviten el fraude y el abuso en la contratación temporal como ocurre, entre otros casos, con el encadenamiento de contratos temporales a un mismo trabajador o la concatenación de sucesivos trabajadores temporales para un mismo puesto de trabajo. Si además se añaden nuevas figuras de eventualidad -los nuevos contratos de inserción y la exagerada extensión del contrato de formación-, cabe pronosticar que, en uno o dos años, esta anomalía -que afecta desde luego a los trabajadores pero que perjudica también a las empresas- no sólo no se habrá corregido, sino que habrá empeorado.

¿Recuerdan cuando se acuñó la expresión contrato basura? Durante la protesta sindical de 1994 se denunció una fórmula que pretendía la incorporación al trabajo de jóvenes sin experiencia laboral. Aquel contrato de formación, con un salario del 80% del salario mínimo y sin desempleo, se extiende ahora a cualquier trabajador, sea cual sea su edad, si lleva en el paro más de tres años, es inmigrante o se trata de un 'excluido social'. Hoy podríamos hablar no ya de contrato basura, sino de neoesclavismo en determinados ambientes. Porque, ¿qué razón hay para contratar en esas condiciones a los inmigrantes si la demanda de su trabajo ya existe? ¿Cuáles serán las consecuencias de ese dumping social interior de nuestro mercado laboral sino el de arrastrar a la baja y degradar las condiciones laborales de los sectores y zonas en los que se practique?

Algo parecido ocurrirá con el contrato a tiempo parcial. Aquí la responsabilidad es más difusa, porque la bajísima tasa de trabajo a tiempo parcial en nuestro país obedece a causas culturales y sociológicas propias. Pero, ante la necesidad de incrementar ese raquítico 8% de contratos de media jornada, frente al 38 % holandés o el 20% de los europeos, el Gobierno ha flexibilizado de tal manera esta contratación que ha acabado abriendo una peligrosa puerta a la disposición arbitraria del empresario sobre la jornada laboral de estos trabajadores. En efecto, será contrato a tiempo parcial el que contemple cualquier jornada inferior a la normal; y el empresario podrá establecer 'a conveniencia' horas complementarias de hasta un 60% de las pactadas. Los sindicatos temen, con razón, que esta figura produzca un trasvase degradante de la contratación fija a la parcial, en vez de servir, en sentido contrario, como vía de salida de la contratación temporal a la estable. Y, sobre todo, alertan sobre la exagerada capacidad que se otorga al empresario para disponer 'al día' sobre la jornada laboral, que se convierte así en una suerte de regulación laboral permanente encubierta, gratis y sin autorización administrativa alguna.

La misma filosofía inspira la desregulación de las contratas y de la subcontratación en general. El Gobierno se ha negado a perseguir la intermediación laboral fraudulenta ('puesta a disposición de trabajadores, en fraude de ley', a través de empresas subcontratadas), y a incorporar disposiciones legales que refuercen la responsabilidad solidaria (no sólo salarial) del empresario principal respecto de contratistas y subcontratistas con sus respectivos trabajadores. La altísima siniestralidad que padecemos está íntimamente relacionada con esta situación.

La crítica, sin embargo, no puede limitarse a los aspectos regresivos de esta reforma. Hay, además, ausencias clamorosas de una intervención necesaria en otras anomalías de nuestro mercado laboral que el Gobierno desoye o aplaza conscientemente sine die.

Es urgente, por ejemplo, una evaluación de las políticas públicas en materia de fomento del empleo. Desde hace años gastamos rutinaria y a veces inútilmente miles de millones en subvenciones, bonificaciones y otras dádivas para estimular la contratación fija o la contratación de determinados colectivos. Son políticas que requieren esa sana costumbre europea, tan poco practicada entre nosotros, de evaluar sus resultados. Nunca se ha hecho esto en España.

Desde hace años se viene observando una persistente rigidez geográfica en nuestro mercado laboral. Hay provincias y regiones con tasas de paro bajísimas que no cubren sus ofertas de empleo, aunque en otras zonas, con tasas de paro superiores al 20%, hay inscritos parados de esa misma cualificación. No existen políticas para la movilidad geográfica en nuestro mercado de trabajo. No funciona la intermediación laboral pública y no existe aún un sistema informático que articule, en el ámbito estatal, los diferentes servicios públicos de empleo. Las transferencias del Inem y la inoperancia del Gobierno han sumido al Servicio Estatal de Empleo en un estado catatónico, y están convirtiendo en una ficción la unidad del mercado de trabajo en nuestro país.

La mejora de la calidad del empleo precisa intervención pública y requiere innovar con medidas que otros países ya están experimentando: mejorar las condiciones laborales de los teletrabajadores y de los autónomos forzosos; o incorporar estímulos a la reducción de las horas extraordinarias y a la negociación de reducciones de jornada favorecedoras del empleo y de la flexibilidad en la producción. Habría que añadir otras disposiciones para favorecer la maternidad y la conciliación entre familia y trabajo; y proponer nuevos instrumentos para favorecer la igualdad real en el acceso de las mujeres al trabajo y en las condiciones laborales. Es necesario estudiar mecanismos de mejora de las remuneraciones salariales más bajas. Y es hora ya de desarrollar instrumentos de participación de los trabajadores en la empresa, en los beneficios y en el capital (fórmulas esbozadas en directivas de la Comisión Europea). Nada de esto se ha hecho. Y lo que es peor, no hay ni reflexión ni diálogo que permita pensar en lo que se debe hacer.

Sin embargo, en Europa se discute y se avanza en estos temas. El canciller alemán, Gerhard Schröder, acaba de proponer una profunda reforma para reforzar las competencias de sindicatos y comités de empresa para, entre otras cosas, fortalecer el sindicalismo en su país. Holanda presenta un modelo de máxima compatibilidad entre vida familiar y trabajo, con medidas constantemente reevaluadas y adaptadas (no sólo sociales, sino también institucionales y culturales). La Unión Europea reflexiona y debate sobre la responsabilidad social de las empresas. En EE UU es de dominio público la contraposición conceptual entre shareholders (ostentadores de títulos de propiedad de la empresa) y stakeholders (ostentadores de títulos de interés social, cultural o medioambiental sobre las actividades de la empresa: trabajadores consumidores, proveedores, comunidad circundante). ¿Pueden las empresas descontextualizar su existencia de su entorno social y medioambiental y moverse en un ámbito global sin vinculación ni responsabilidad alguna? ¿Pueden y deben guiarse sólo por la cuenta de resultados? La 'acción social' de la empresa emerge como un nuevo concepto que las obliga a comportarse con arreglo a un código laboral, social, ecológico, incluso político y de derechos humanos. Y las obliga porque el contexto social, cultural y político de los mercados se lo exige. Francia lo ha incorporado al debate público al proponer a su Asamblea Nacional medidas que comprometen a las empresas con relación a los despidos masivos, a los que se recurre en cuanto aparecen síntomas de debilidad de la demanda, y de reducción de beneficios. El país vecino, siempre en la vanguardia, está aplicando una auténtica ingeniería social sobre la jornada laboral para evitar que media sociedad (los adultos instalados entre los ventitantos y los sesenta años de edad) se drogue con un trabajo competitivo, estresante y compulsivo (que los anula para la vida social y familiar), mientras la otra mitad (jóvenes, jubilados, parados, precarios) se drogue o se pudra en el ostracismo porque no tiene trabajo o malvive al día con el que tiene eventualmente (anulando así su contribución a la economía).

¿Hay una vía intermedia entre liberalización e intervencionismo? ¿Podemos encontrar un camino entre la flexibilidad que exige la competencia y la seguridad que demandan los trabajadores? Ésta es la cuestión. Pero dejar hacer, desregular y flexibilizar al máximo como ha hecho el Gobierno del PP es apostar por el mercado como regulador de una cuestión social y hoy sabemos bien que si el mercado impone su ley, la nueva economía establecerá una sociedad laboral en la que el contrato social se devalúa, el dualismo laboral se acrecienta y empeoran las condiciones laborales de los desfavorecidos. Es acentuar el riesgo de una sociedad fragmentada en la que los vaivenes del mercado nos afectan a todos, pero en la que nadie se siente responsable de nadie. Que el mercado regula la actividad económica es evidente. Que la política y el diálogo social deben regular la sociedad laboral con sus equilibrios sociales y apuntar a la civilización con el estilo de vida al que aspiramos no debiera serlo menos.

El País, 19/05/2001

10 de febrero de 2001

Bailando en el "Titanic"

El choque fatal con el iceberg oculto está a punto de ocurrir, o quizá ya ocurrió, pero seguimos bailando despreocupadamente en el Titanic. En los inicios del siglo pasado, el símbolo era un transatlántico que cruzaba miles de toneladas a través del océano a velocidad desconocida; en el comienzo del nuevo siglo, el portento es la ubicua, utópica Internet. Ufanos por el prodigio de una tecnología que desafía distancias, comprime el tiempo y ofrece transportarnos a la tierra promisoria de una nueva era -¡la nueva economía!-, seguimos adelante, rebasando todos los límites que exige la navegación y aconsejan la memoria y la prudencia. Tras el fin de la Historia y de las Ideologías, las leyes de la vieja economía ya no rigen, y las fronteras del viejo mundo se desvanecen. Es la metáfora con la que un viejo filósofo polaco, Leszek Kolakowski, advierte a las sociedades avanzadas, despegadas del resto de la flota humana, de su alegre ceguera, de su infantil y exagerada fe en la magia de la globalización y en una Tecnología redentora, olvidando la Historia y desdeñando la Sociedad y la Política, con sus frágiles tejidos y sus delicados equilibrios.

El entusiasmo desmedido por la nueva economía y las nuevas tecnologías, y por la apertura que ha globalizado y desregulado los mercados, acoge desde hace años con alborozo la velocidad a la que se suceden las oleadas de fusiones y adquisiciones empresariales dentro y fuera de nuestras fronteras, la ingravidez de las bolsas de valores y las cifras del empleo creado durante este ciclo expansivo. Los problemas medioambientales, la crisis sanitario-alimentaria, el deshilachamiento del contrato social -el marco social-laboral, fundamento de la cohesión social, que ha estabilizado y protegido la nave durante más de medio siglo-, la fragmentación social-familiar, la inmigración que se nos mete en las bodegas, nos limpia los camarotes y hasta trabaja en la sala de máquinas, todos éstos no viajan con nosotros, son figuras del paisaje exterior, escollos a sortear, nada que ver con el grandioso diseño ni con la impecable maquinaria. Heraldos de un mundo feliz donde la empresa, la economía y el trabajo sin horas ni límites son el centro de la sociedad y de la vida, tripulación y pasaje -de primera, claro- de la nueva economía se congratulan de que no hubo, no habrá, el temido choque (recesión). ¿Alguien se ha preguntado si hay botes salvavidas para todos? Da igual, ¡esto va bien! ¡E la nave va!, se oye, como una exclamación satisfecha de un personaje de Fellini.

Si la Ilustración y la revolución democrática burguesa, el Manifiesto Comunista y el proletariado acompañaron y trataron de dar sentido a la primera Revolución Industrial, la de la máquina de vapor y el ferrocarril, y la socialdemocracia y el socialcristianismo han guiado -al menos en Europa- la construcción del Estado del bienestar que dio sentido a la segunda revolución tecnológica de la electricidad y el automóvil, ¿qué pensamiento está surgiendo para guiar la sociedad de la información, del trabajo en red y de la revolución biotecnológica?

La receta mágica es flexibilidad y desregulación para adaptarse a los imperativos de la Tecnología y la Globalización, verdaderos mantras a los que se fía la dirección del mundo. Máxima flexibilidad para contratar y despedir, con costes mínimos; máxima flexibilidad funcional dentro de la empresa y geográfica para acudir a donde dicte el mercado de trabajo (excepto para la inmigración, claro); mínimos costes extra salariales -reducción de las cotizaciones sociales para mejor competir con los mercados globales- y déficit públicos tendentes a cero o incluso superávit; mínima intervención sindical y reguladora, para que la relación laboral se individualice, liberándose tanto de la negociación colectiva como de leyes mínimas protectoras. La tabla reivindicativa del Mercado y sus exigencias de Flexibilidad y Competitividad es inagotable. Si algo no va bien es, sin duda, porque no hemos dejado suficientemente expedito y allanado el terreno al Deus ex machina (el dios que mueve la máquina) de nuestro tiempo.

El éxito de las cifras de empleo de EE UU sería la prueba del nueve de esta milagrosa receta de los mercados libres (que no son libres porque en ellos se ejerza mejor la libertad y se consiga la igualdad, sino porque están libres de constricción social y política alguna). Solución que se trata de exportar e imponer a Latinoamérica, al Sureste Asiático, a Europa del Este, a la Unión Europea (si se deja) y al mundo entero. No porque represente el único modelo posible, sino porque goza de la fuerza del momento y parece moverse con el espíritu de los tiempos: el de una utopía simple que, al desgajar la esfera de las relaciones económicas de todo contexto social y connotación humana, ha creado una fuerza abstracta, un mecanismo aparentemente perfecto, autorregulado e impulsado por una dinámica propia. Y, por supuesto, porque representa el modelo que interesa y promueve la nación más rica y poderosa de la Tierra. El éxito -más equilibrado y completo- de un modelo bien distinto, el de países como Holanda y Dinamarca (con altas tasas de trabajo a tiempo parcial, con reducidas jornadas de trabajo y redes completas y eficientes de servicios sociales, con pleno empleo y compitiendo bien en la economía global), o los avances de la misma Francia en los últimos años (con su experimentación sociolaboral, que combina reducción de jornada y flexibilidad horaria, reorganización de la producción y competitividad), no existen porque no se quieren ver.

Nuestro país sufre estas tendencias acusadamente. El 32% de los trabajadores españoles son eventuales, y aunque el diálogo social pretende reducir esa tasa, sabemos ya que la fórmula de abaratar el despido fijo se experimentó en 1997 y no ha reducido la temporalidad. Pero al tiempo, continúa imparable el proceso de externalización de la relación laboral, un fenómeno asociado al nuevo capitalismo. Los bancos, las eléctricas, las grandes empresas, siguen prejubilando desde los 50 años y sustituyendo ese empleo fijo por contrataciones eventuales de jóvenes que ganan tres veces menos, a través de ETT o subcontrataciones a empresas con empleo más barato. Cada vez más empresas transforman empleo fijo en falsos autónomos, a los que obligan a darse de alta como tales para poder trabajar, ya sea en una furgoneta de distribución, ya sea en un periódico o en una obra de la construcción. Se mercantiliza así no sólo el trabajo de los autónomos forzosos, muchas veces con la fórmula del teletrabajo, sino también el empleo de la pequeña empresa creada para atender a la grande, de la que, siendo su único cliente, depende totalmente. Este nuevo entramado empresarial-laboral, cuyo crecimiento se ha disparado en los últimos años, se ha estructurado así en aras de la flexibilidad, es más suelto, pero también más frágil que el modelo al que sustituye, y, por ello, más susceptible de desmoronarse como un castillo de naipes ante el primer choque económico serio.

El crecimiento económico y las cifras de creación de empleo del último lustro han contribuido a exorcizar el debate social en España. Es algo de lo que ya no se habla, como si fuera cuestión antigua y no fuera de buen gusto mentarla en el debate político. Pero lo cierto es que el sortilegio de los números de la bonanza económica encubre la mayor polarización de la renta y fragmentación de la sociedad española de los últimos veinte años, pero sobre todo, su mayor inestabilidad. Ocho de cada diez de nuestros jóvenes en activo son eventuales. Cobran bajos salarios, trabajan más horas de las que cobran y como requisito previo para poder trabajar hasta renuncian a los convenios que les aseguran mejores condiciones laborales. Con el crecimiento de la subcontratación y la temporalidad, crece dramáticamente la inseguridad laboral que hace de España -con 1.500 muertes al año en accidentes laborales- el país de Europa con más altos índices de siniestralidad. El dualismo se ha acentuado en todos los planos. En las cifras de paro y en las condiciones de trabajo de las mujeres respecto a hombres (a las que sometemos a la trampa de una jornada laboral pensada para los hombres con retaguardia doméstica femenina, mientras ellas siguen asumiendo en gran parte este papel), de eventuales respecto de fijos (el salario medio de los eventuales es aproximadamente la mitad que el de los fijos para idénticas tareas). Y en el abanico salarial de nuestras empresas (simbolizado por el escándalo de las stock options en Telefónica, pero también por las disparatadas remuneraciones de los profesionales estrella -futbolistas, periodistas y ejecutivos de renombre-), que se ha abierto a ritmo galopante y hasta proporciones inéditas y abusivas. La ratio entre la remuneración de un alto directivo en una gran empresa y su empleado de menor salario es hoy superior a 30. Mientras, un millón y medio de asalariados cobran menos de 100.000 pesetas al mes, y se disputan los puntos porcentuales en las subidas a los funcionarios y a los pensionistas. Y debajo de la pirámide está el submundo dickensiano de la explotación masiva de inmigrantes en los talleres de sudor, cuyo prototipo son los invernaderos de la costa mediterránea.

La flexibilidad que se predica como un bálsamo para la salud en la nueva economía no es de igual aplicación para los trabajadores del conocimiento, como los bautizó Peter Drucker, ejecutivos y profesionales altamente móviles -en todos los sentidos- que llevan consigo sus altas cualificaciones y su saber práctico como un capital portable, que para los empleados contingentes y, por lo tanto, prescindibles, que venden su capacidad manual y mental en tareas rutinarias y estandarizadas (servir comida rápida, limpiar habitaciones de hotel o de familias acomodadas, vigilar establecimientos, etc.). Para los primeros, flexibilidad significa oportunidad de cambio, nuevos retos y promoción profesional; para los segundos, una visita al Inem o a una ETT o buscarse la vida como autónomos -es decir, trabajar más horas sin saber cuánto durará el nuevo sustento-.

La tendencia a la desestructuración laboral y la fragmentación social esta bien documentada por sociólogos y economistas, a tres niveles: 1) la desigual distribución de las ganancias de productividad que permiten las nuevas tecnologías a favor del capital y de las nuevas élites profesionales y financieras; 2) la concentración empresarial y de procesos decisorios, creativos y generadores de alto valor añadido, que incuba el germen de la desigualdad, y 3) su reverso, la desintegración de los mercados laborales, la erosión de la protección laboral y social y la dualización de los servicios públicos (sanidad y educación) según el nivel de renta. Pero estos análisis de la economía y la sociedad informacional, impregnados de un pathos de inevitabilidad sin matices, han sido hechos en la actual etapa de expansión económica impulsada por la tecnología. No sabemos cómo responderán esa economía y esa sociedad novísimas al primer choque serio: un bache económico (recesión), un estancamiento o una crisis más grave. Los sesudos diagnósticos, tan esterilizados de juicios de valor, no vienen con manual de emergencia para el caso de avería en el invento.

E la nave va. No sabemos si el choque ha ocurrido ya, si es inminente o si va a ocurrir siquiera, si la sala de máquinas se ha quedado sin combustible, o tan sólo perdemos velocidad porque hay corriente de proa. Lo que es seguro es que la nave es inherentemente inestable, que su casco no es indestructible, que en el pasaje hay clases (de primera, de segunda y de tercera), que no hay botes para todos y que fuera hace mucho frío. Mientras, en el puente de mando y los salones siguen sonando los valses de Strauss (hoy, con algo menos de distinción, sería La vida loca).

El País, 10/02/2001.Artículo conjunto con Javier de la Puerta y Paco Egea.