27 de febrero de 1996

Repartir el trabajo, recuperar la vida.

Durante un reciente viaje a EE UU, en la Facultad de Informática de la Universidad Carnegie Mellon, me llamó la atención un chiste gráfico de los que colocan los estudiantes en los paneles. En la viñeta, un técnico con cara compungida estaba siendo despedido por el director de la compañía: "No se enfade, Smith, no le vamos a sustituir por un robot, sino por un chip. ¡Hay una gran diferencia!". El sarcasmo del chiste me hizo pensar cómo hemos aceptado que la tecnología y el aumento de la productividad, junto a la economía global, generan paro. Cuando el sentido común nos dice que debieran generar tiempo libre y trabajo para todos. Esto, aparentemente tan simple, requiere el mayor cambio cultural, socioeconómico, desde que la mujer se incorporó masivamente al trabajo.Por eso, cuando ha surgido el debate sobre la reducción del tiempo de trabajo, el escándalo y el simplismo intelectual de algunas reacciones me han parecido de una gran visceralidad, revelando actitudes casi atávicas respecto al papel del trabajo en nuestras vidas. Parece que se atentara contra la fuente de legitimidad del status social y económico de unas élites estajanovistas que acumulan con orgullo no sólo horas de despacho, sino también competencias y responsabilidades. Heridos en su machismo laboral han respondido en consecuencia: "¿Trabajar menos? ¡Por favor, si lo que hay que hacer es trabajar todavía más!".

Nuestra derecha política y económica parece haberse pasado con armas y bagajes al calvinismo laboral, al amparo de lo que ha sido una transformación cultural notable en las actitudes frente al trabajo y el dinero en país tan católico como el nuestro. Subyace el pesimismo antropológico que la, cultura capitalista lleva en sus genes: la naturaleza humana (la de la mayoría que trabaja, claro, pues el ocio, como decía Galbraith, es el mayor privilegio de los ricos) no puede ser dejada a la libertad de un tiempo no programado ni reglamentado, de ocio excesivo. Desde estos prejuicios, las críticas al reparto del trabajo apuntan a una caricatura. Pero no hablamos de trabajar menos linealmente, ni de repartir el empleo existente desde una visión estática del proceso productivo, y menos con una concepción dirigista de la economía. Se trata de trabajar mejor, y trabajar más socialmente hablando, que es lo que importa; es decir, de distribuir más equilibradamente el trabajo disponible. Pero, sobre todo, de trabajar y vivir de otra manera, que ha de hacer tanto el trabajo como el tiempo libre más intensos y productivos y mejor interconectados. Quienes se niegan a hablar de reducción de jornada están culturalmente atados a un mundo de rígido ordenamiento del tiempo. Como a los eclesiásticos que negaban a Galileo el movimiento de la Tierra, les falta perspectiva. Y, sin embargo, la jornada se mueve, se reduce, el tiempo liberado (que no el ocio, asociado a mera distracción) avanza, los hábitos cambian.

Según el profesor Emilio Fontela, hace un siglo un trabajador solía pasar 3.000 horas al año trabajando (y el 60% de su tiempo de vida); hoy, en Europa, el promedio es de 1.700 horas (el 30% de la vida). La creación de riqueza, los bienes y servicios que demanda la sociedad, precisan cada vez de menos tiempo de trabajo (en España tenemos hoy los mismos ocupados, pero el doble de PIB que hace 20 años). Históricamente, el avance tecnológico ha ahorrado trabajo espectacularmente en la agricultura, lo está haciendo en la industria, y muchos servicios, incluida la Administración, van por el mismo camino. Si históricamente hay una progresiva reducción de jornada, junto a ella, una tradición de pensamiento ilustrado -y, por tanto, optimista- la ha considerado tan inevitable como liberadora. Y Keynes, en Las posibilidades económicas de nuestros nietos (1930), afirmaba, en tono profético, que el incremento de la eficacia técnica causa el paro tecnológico. Pero afirmaba que es solamente "una fase temporal del desajuste", y significa "a largo plazo, que la humanidad está resolviendo su problema económico", para lo que daba un plazo de 100 años (¡para el 2030!): "Así, por primera vez desde su creación, el hombre se enfrentara con su problema real y permanente: cómo usar su libertad respecto de los afanes económicos acuciantes, cómo ocupar el ocio que la ciencia y el interés compuesto les habrán ganado, para vivir sabia y agradablemente bien (...). Turnos de tres horas o semanas de 15 horas pueden eliminar el problema durante mucho tiempo Pienso con ilusión en los días, no muy lejanos, del mayor cambio que nunca se haya producido en el entorno material de la vida de los seres humanos en su conjunto. Pero, por supuesto, se producirá gradualmente, no como una catástrofe. Verdaderamente, ya ha empezado". ¡En 1930!

Pero una transformación de tal naturaleza no puede ser gestionada por imperativo legal. La clave está en encontrar e instalar, mediante el diálogo social y con un impulso político que implique a todos, un nuevo paradigma de progreso, un nuevo contrato social Se trata, pero no únicamente, de incorporar otra variable (solidaria) para distribuir las ganancias del crecimiento -más cualificadamente, los aumentos de la productividad- no sólo entre beneficios y salarios, sino también, vía reducción y reorganización de jornada, entre nuevos empleos. Esto último, en realidad, con todo lo que comporta, equivale a echar a rodar un nuevo mecanismo de crecimiento socialmente sostenible.

En los últimos 200 años, el tiempo se ha ido constriñendo a su dimensión contable, comercial ("el tiempo es oro"), con un empobrecimiento vital que arrincona, y vacía de sentido las actividades humanas que son un fin en sí mismas: la amistad, el amor, la, conversación, la familia, el arte, la cultura, la formación, el deporte, el disfrute de la naturaleza, el trabajo para uno mismo, o el trabajo desinteresado para la comunidad, la vida religiosa, en fin, o la fiesta y lo lúdico, hoy reducidos a lo que queda del día, una suerte de reservas temporales cada vez más exiguas en horarios y calendarios. Recuperar el sentido y el ámbito de todo esto sólo puede venir de una paulatina descompresión del tiempo moderno. Las sociedades históricamente más dinámicas han liberado tiempo del trabajo esclavizador y rutinario dando libertad a sus miembros (aunque una minoría privilegiada) para la creatividad, el estudio y la inventiva. El tiempo libre -y productivo, no el tiempo inane y desasistido del paro- es la forma superior que puede adoptar el excedente de una sociedad.

Como dice Alain Touraine, hoy el crecimiento económico, las luchas sociales y los "envites" de valores que conforman la sociedad post-industrial se plantean en tomo a las industrias culturales: los grandes servicios sociales de la sanidad y la educación, los medios de comunicación, las industrias del ocio, el entretenimiento, el turismo y la cultura. Las posibilidades de participación en ellas y los conflictos por su control y contenidos dependen de la ampliación de un nuevo espacio social, el tiempo liberado, y de lo que ocurra en él.

De entrada, hay que replantearse la ideología, tan cara al neoliberalismo, del trabajo obligatorio como superesfuerzo y medio casi único de realización personal. Y rechazar la consideración del trabajo profesional como droga existencial o épica egocéntrica de unos pocos cualificados imprescindibles, mientras el trabajo rutinario y precario, o el paro, quedan para el resto. Lo que exige abrir más el acceso a competencias y cualificaciones profesionales, y democracia empresarial, necesaria para reorganizar el tiempo de trabajo.

No puede ser que unos pocos se droguen con el trabajo y otros porque no lo tienen. Unos angustiados porque no tienen tiempo para nada y otros porque no tienen nada que hacer con su tiempo. De una u otra forma, en un tenso y absurdo desequilibrio, vivimos tiranizados por un tiempo social ineficazmente organizado e injustamente distribuido. Pero, sobre todo, mal vivido.

La derecha española, conversa al espíritu del capitalismo protestante, presume ahora de trabajar hasta los domingos. La izquierda, entonces, tendrá que reivindicar sus orígenes católicos; repartir el domingo un poco por toda la semana; universalizar a toda la sociedad ese tiempo sagrado liberado para el hombre, más allá del privilegio de una casta ociosa; y hacer más llevadera la maldición bíblica y bendición terrenal del trabajo distribuyendo mejor la carga. Ni el robot ni el chip tienen por qué condenarnos al paro, cuando nos ofrecen un tiempo nuevo y fructífero. Si Hollywood, en su última versión de Sabrina, hace decir a Harrison Ford que su aspiración es "vivir bien y trabajar sólo lo necesario" es que aún queda un resquicio para la última utopía de la modernidad.



El País, 27/02/1996.